La extraordinaria labor de las madres comunitarias

Blanca es una de las 70.000 mujeres que cuidan niños de estratos bajos. Ángeles haciendo un trabajo de humanos.


Si Blanca quisiera pensionarse, tendría que trabajar hasta los 120 años. Foto: NoticiasRCN

Noticias RCN

octubre 10 de 2013
04:12 p. m.
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En la casa, que no es más grande que el garaje de una casa en el que cabe un auto grande, no hay nada que revele que allí vive una mujer.

No hay fotos ni cuadros. Ni ropa, zapatos, maquillaje o joyas. No hay ganchos para el pelo ni esmaltes de uñas. No hay porcelanas sobre mesas, no hay aretes o bolsos.

En una esquina, debajo de un letrero enorme de las vocales en el que cada letra es de un color distinto, hay un diploma blanco. Para poder verlo, casi hay que saber que está allí. Las enormes vocales de colores lo cubren casi todo.

Alguna vez, seguro, fue el objeto más importante. Es un diploma importante, motivo de orgullo, sin duda: es de la Universidad Javeriana de Bogotá. Prueba de que una mujer estudió allí por años. La mujer que vive en esa casa.

Además del letrero de las vocales, el diploma está casi cubierto por una montaña de juguetes que es tan alta como un hombre adulto.

En la montaña hay muñecas de trapo con sonrisa perpetua, carros de baterías, payasos con la cara sucia, osos de felpa, Barbies de vestidos color rosa, cajas con juegos de mesa adentro, relojes de plástico que no marcan ninguna hora. 

Detrás de esa montaña, debajo de las vocales de colores, está el diploma de la Universidad Javeriana que dice: enfermera.

Y dice Blanca Juana Rodríguez. Cuando ella, Blanca, se para al lado para señalarlo con el dedo índice de la mano derecha, sonríe. Tiene una sonrisa incompleta, a la que le faltan varios dientes. Pero hermosa: sincera, natural. Es la sonrisa de una mujer que parece feliz. 

Blanca dice que sí, que es feliz. Y es fácil creerle. ¿Por qué no? Si es que sonríe con todo el cuerpo. Y tiene un brillo en los ojos, como si detrás de ellos tuviera un lucero.

Blanca, la mujer feliz, la enfermera de la Javeriana, se dedica a una tarea de ángeles: cuidar niños en un barrio donde el cemento de las calles parece un lujo igual que el caviar. El sitio se llama Jerusalén y llegar allá es tan difícil que parece que hay que andar por años.

Es un barrio anónimo, lejos de las autopistas, lejos de los supermercados de cadena, lejos de los problemas del POT, de las firmas para revocarle el mandato al Alcalde. No hay McDonald’s ni rutas de bus.

Lejos está Jerusalem también de las oportunidades, de las opciones de una vida sin preocupaciones mayores. Porque Jerusalén, lejos de ser una tierra prometida, es una suerte de resumen de la pobreza del país. 

Los problemas de Colombia parecen reunidos allí: niños descalzos y hambrientos vagan por las calles de polvo. Sin escuela. En las puertas de las casas hay gente viendo pasar gente. Sin empleos. Se ven hombres con las camisas abiertas, tostándose la piel con el sol y el frío de la loma.

Entonces, ¿por qué sonríe Blanca? Ella dice que es porque en realidad sí es feliz.

Porque aunque es una madre comunitaria, de esas 70.000 que estuvieron diez días en paro en toda Colombia, ya que pese a que realizan un servicio tan necesario como es cuidar a los niños de quienes no tienen dinero para ñiñeras o nanas, nadie les paga. Nadie las pensiona.

Cuidan los hijos de madres solteras, de parejas de estratos 1 y 2, de viudos y viudas, de gente que quedó a cargo de los niños de sus familiares, cuidan a los niños de los desplazados, de los desempleados, de los que tienen dos empleos y nunca están en casa.

En toda Colombia cuidan a un millón de niños.

Pero no tienen primas de ocho millones como los congresistas. Ni siquiera de un salario mínimo. 

O al menos así era hasta el miércoles pasado, pues el Gobierno, a través del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), aprobó dar contratos indefinidos a partir de julio del 2014 a las 70.000 madres comunitarias, que como Blanca, hay en toda Colombia. Se invertirán 130.000 millones de pesos. 

Para Blanca ya es tarde. El anuncio que se hizo con bombos en los medios de comunicación de que podrá recibir un sueldo y hasta pensionarse no cambia nada para ella o para mujeres que ya sobrepasaron la edad legal de jubilación y tienen que conformarse con un bono pensional del 280.000 pesos mensuales.

Pero Blanca no deja de sonreír, ni siquiera ante este panorama tan oscuro. No lo hace pese a que convirtió su casa en un jardín infantil atomizado. Lleno de cunas, colchonetas, mesas y sillas de plástico. Juguetes para niños de 0 a 5 años. En esa casa no tiene espacio para sí misma. Lo único verdaderamente suyo es ese diploma.

Tiene 63 años, un bono pensional de 280.000 pesos y el diploma. Tiene un esposo que le pide que ya deje a los niños, que 26 años de trabajo fueron bastante, que se dediquen a viajar juntos, a ver Bogotá desde arriba, desde Jerusalén.

Ella dice que no. Que eso es lo que ella es: una madre comunitaria. Que por eso se animó a estudiar en la Javeriana, que por eso se animó a pedirle ayuda a una fundación que apoya a estas mujeres para que le brindara la plata de los semestres.

Y mientras habla y mientras los niños comen una sopa de vegetales que ella misma les sirvió, busca entre un montón de papeles y saca otro diploma. Es de la Universidad Francisco José de Caldas. Se lo dieron después de que se graduó como licenciada en educación.

Cuando está contando cómo eran las madrugadas para ir a estudiar, la plata que se tenía que rebuscar para materiales y pasajes, Felipe le hala la camiseta blanca que trae puesta. Le dice 'profe' y le señala el charco de sopa en la mesa. Ella se agacha y le pellizca una mejilla con suavidad. Luego va hasta la mesa y limpia la sopa con un trapo que luego se pone en el hombro.

Blanca explica que Felipe es el hijo de una pareja desempleada. Le pagan 20.000 pesos al mes por tenerle allí desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Junto con otros trece niños. A todos se les da comida, se les dan unas clases básicas para estimular sus mentes: aprender las vocales, a contar uno, dos tres, cuatro. Hay unos que balbucean unas palabras en inglés: mom, hello. 

Y Blanca se ríe, con su sonrisa incompleta. 

Parece que no quisiera estar en otro sitio en el mundo sino en esta casa pequeña en el barrio Jerusalén, en la ladera bogotana. Esa casa que no tiene nada suyo es su casa.

El sitio tiene que cumplir con unas condiciones específicas impuestas por el ICBF para seguir funcionando y también Blanca tiene que cumplir con algunas reglas.

Por eso decidió estudiar enfermería y licenciarse en educación. Para poder dedicarse a cuidar los niños de sus vecinos. Los hijos de gente que ella misma cuidó cuando eran niños, porque es que lleva 26 años dedicada a esto.

Y lo sigue haciendo aunque no obtenga ningún beneficio: no podrá pensionarse jamás. Tendría que seguir trabajando al menos hasta que cumpla los 120 años para poder alcanzar el número legal de semanas y no tiene un sueldo fijo. 

No tiene beneficio de salud tampoco. Nada de ARP y eso.

Recibe dinero de algunos padres de los niños que cuida, pero eso es casi simbólico. Hay padres que tienen tres o cuatro hijos. Dice que no puede cobrar 20.000 pesos por cada uno. Entonces sólo cobra lo de uno, pero los cuida a todos.

El ICBF brinda mucha de la ayuda. Es cierto. Además de los bonos mensuales para la pensión, les otorga convenios para que estudien, también les da el 70% de la comida de los niños que cuidan y les ponen neveras a su disposición.

Pero esto tampoco es suficiente. Las 70.000 madres comunitarias del país quieren ser empleadas legales del ICBF.

Hoy Blanca y sus compañeras trabajan bajo la modalidad de voluntariado. Por eso hicieron paro. Dejaron de cuidar a los niños. Unas, en Bogotá, se quedaron en la Plaza de Bolívar, esperando a que el Gobierno las escuche.

Insisten en que este problema no se soluciona con un sueldo y un contrato indefinido. Quieren, pareciera, algo así como dignidad laboral.

Al menos así lo interpreta Blanca. Ella no hizo parte del paro. Nunca cerró su casa a los niños. Se ríe otra vez y dice que a ella no le importa demasiado eso. No quiere la bendita pensión ni tampoco que la contraten. "El ICBF no pensiona, ¿o sí? Tendrían más plata", bromea.

Blanca dice que ya tiene todo lo que quiere. Se casó hace seis años con un hombre de 69 años. Lo conoció porque también la buscan vecinos para que les aplique inyecciones, para que les diga cómo parar la tos o para que les quite el dolor de barriga.

Ella se enamoró de su paciente y, terca como es, decidió casarse. Se casó a los 63 años como si fuera el personaje de una novela de Gabriel García Márquez. 

Vivieron allí, en esa casa de adultos convertida en un hogar de paso para niños, por tres años. Pero él le pidió que se fueran, que quería estar solo con su esposa. Por un tiempo le dio gusto, pero ella regresa a ese hogar, donde tiene 14 hijos al día. Y donde es una suerte de mamá por porción.

Blanca dice que espera que el Gobierno, que el ICBF y que el resto de Colombia les ayude a las madres comuntarias. A las demás. Ella ya no quiere más. Y limpia las mesas plásticas en las que sus niños comieron, luego los lleva a cama y uno a uno los arrulla para que duerman.

Y el disfraz de mujer simple que tiene puesto siempre se cae. La máscara se le desaparece. Y mientras ve dormir a los niños, con esos ojos que brillan como si tuvieran estrellas detrás, se ve quién es realmente: un ángel. Sin vanidades, sin maquillaje, a quien no le importa el trapo lleno de sopa en el hombro.

Contrario a mucha gente, que se dedica a ocultar sus defectos, Blanca trata de ocultar cuán extraordinaria es en realidad. Sin que lo sepa. 

Y aunque esta es la historia de apenas una mujer extraordinaria. Sin duda, las otras 69.999 lo son también. Extraordinarias como Blanca, la enfermera, la profesora, la mujer que sonríe.

Adolfo Ochoa Moyano/NoticiasRCN.com

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