Política identitaria y la muerte de la empatía
Propender por más diversidad es la decisión correcta, pero no a costa de la posibilidad de pensar en el otro. Nadie construye sociedad así.
10:30 a. m.
Una de las primeras decisiones que tiene que tomar cualquier gobernante electo es la de escoger a su gabinete. Periodistas, oposición y unos cuantos ñoños interesados diseccionan las hojas de vida de los equipos de gobierno. Variables como la experiencia, la posición política o la idoneidad para ocupar una cartera son consideradas para hacer pronósticos sobre la gestión del gobierno.
La reciente posesión del alcalde de Bogotá no ha sido la excepción. A menos de una semana de posesionado, hay quienes consideran al gabinete cómo un equipo de lujo. Personas expertas en sus campos y con carreras brillantes o en despegue, y coherentes con las ideas del Nuevo Liberalismo, el partido del alcalde.
Sin embargo, no todo han sido aplausos. Hay una variable que en las últimas décadas ha comenzado a tomar fuerza para revisar la idoneidad de un gabinete que no parece haber sido contemplada. La diversidad dentro del gabinete es ahora vista como necesaria y es usada como fuente de legitimidad, como es el caso de vicepresidenta Márquez: ser una mujer negra, proveniente de una de las zonas más vulnerables y violentas de Colombia, fue parte de la razón por la que recibió miles de votos.
Así mismo, la falta de diversidad también puede ser fuente de desaprobación, como le ocurrió al equipo recién posicionado de Galán. Hay quienes consideran ese equipo demasiado “rolo-gomelo, muy blanco, muy heteronormado, muy excluyente socialmente, sin representatividad de sectores diversos”, como escribió Esteban Hernández, periodista de Blu Radio.
La idea de que un gabinete deba ser diverso es consecuencia del Standpoint Theory o Teoría del Punto de Vista. Es la idea de que la forma en la que comprendemos el mundo está mediada por los grupos sociales a los que pertenecemos. Sugiere que nuestra percepción de la realidad y nuestro entendimiento de sus problemas están determinadas nuestro lugar de origen, cultura, religión, etnia, clase social, género, etc.
Parece tener sentido, no somos individuos arrojados al mundo sin vínculos con nuestras comunidades. La consecuencia parece también obvia: la pertenencia a ciertos grupos nos permite ver cosas que otros no ven y, por tanto, la diversidad podría ayudar a un gabinete a no dejar a nadie atrás. Esto traducido al espacio público, es lo que se conoce como política identitaria.
Sin embargo, esta idea, aunque deseable, tiene un lado oscuro. Vista en su versión más radical, como la crítica al equipo del alcalde, la teoría del punto de vista nos reduce a la inercia. Sugiere que el ser blanco, rolo y heterosexual es una condena a la ceguera. Promueve la idea de que nuestras diferencias nos impiden ponernos en los zapatos del otro, entender sus prioridades y volverlas propias. Es una renuncia a la posibilidad de construir juntos la sociedad que queremos ser.
La diversidad del gabinete de un gobierno en una ciudad tal desigual como Bogotá es importante. Miradas diferentes pueden dar soluciones innovadoras a problemas viejos o ayudar a descubrir nuevos. Eso, sin embargo, no requiere que matemos la empatía. No implica que quienes por azar somos blancos, heterosexuales o rolos no podamos poner nuestro privilegio al servicio de sectores diversos.
Propender por más diversidad es la decisión correcta, pero no a costa de la posibilidad de pensar en el otro. Nadie construye sociedad así. Eso, sin contar que la diversidad por sí sola no es sinónimo de mayor inclusión y bienestar. Ese experimento lo está liderando el gobierno nacional y no nos está yendo muy bien que digamos.