Lo primero que recuerda el bombero Mauricio Espejo de aquel 17 de enero de 2019 es el eco metálico de un estallido lejano, una columna de humo acariciando el cielo a pocos kilómetros de distancia, en la Escuela de Cadetes General Santander.
Su instinto le dijo que algo inusual había pasado. Informó al Cuerpo de Bomberos de la localidad de Tunjuelito y con nada más que su fuerza de voluntad se apresuró a llegar a la zona en donde una camioneta había estallado al interior del alma mater de la Policía.
La llegada de Mauricio fue sobre la autopista sur. La escena: gritos, personas corriendo, confusión, oficiales que se debatían entre la vida y la muerte.
“Cuando llegamos nos encontramos a los policías alterados, había caos; cuando entramos se veía correr policías por aquí, por allá; fue una escena dura”, dice Mauricio.
Videos de cámaras de seguridad en poder de la Fiscalía habrían de revelar días después lo que pocos testigos vieron en primera persona.
Hacia las 9:28 de la mañana, un hombre llegó en una camioneta Nissan Gris, modelo 93, a la entrada de la academia.
Un oficial se acercó a la ventana del vehículo y examinó el rostro del conductor de ademán solitario, ojos oscuros, pelo canoso y bigote disparejo. Su cédula tenía inscrito el nombre de José Aldemar Rojas.
La verificación no tardó. En el video quedó registrado el momento en el que Aldemar Rojas ingresó al complejo en dirección a una zona en donde minutos antes se había llevaba a cabo una ceremonia de acenso de cadetes, con más de 200 asistentes.
Pruebas de inteligencia revelan que la intención del hombre era dejar el carro allí, alejarse y detonar los 80 kilos de explosivos pentolita que había instalado días antes en una bodega en el sur de Bogotá.
Pero no encontró su objetivo. Aldemar Rojas recorrió el complejo hasta el dormitorio de mujeres, en donde a las 9:31 de la mañana se produjo el estallido.
Los momentos siguientes se quedarían grabados en la mente del bombero Mauricio para siempre.
“Algo que no se me va a quitar de la mente es un cadete que estaba herido, le faltaba un miembro de su cuerpo. Me pidió ayuda, estaba a varios metros de distancia. Cuando di el primer paso, un oficial gritó que había una segunda bomba. Y allí, dispuesto a arriesgar mi vida por mi hermano, se me vino toda mi familia a la mente: ‘¿qué va a pasar con ellos?’, me decía con angustia. Pero lo ayudé sin importar lo que pudiera pasar, para eso estamos entrenados”, dice con firmeza.
El presidente Iván Duque llegó hacia el mediodía a la General Santander, un lugar repleto de escombros y cicatrices. Tras cancelar el consejo de seguridad extraordinario previsto en Chocó por la situación de violencia hacia líderes sociales, dio una rueda de prensa en la que expresó consuelo para las víctimas, quienes en ese momento vivían un viacrucis en los hospitales de la capital.
“El dolor por el atentado terrorista contra los jóvenes cadetes de la Escuela General Santander continúa en los corazones de los colombianos”, expresó Duque en su cuenta de Twitter, y declaró lo que tres días después fue aceptado por los autores materiales del atentado.
“El país ya conoce que el ELN es el autor de este despreciable ataque. Es claro que esta agrupación no tiene una genuina voluntad de paz”.
Con un ambiente político convulsionado, la escena se trasladó desde el lente de los periodistas hacia los centros de salud.
En el Hospital El Tunal, delegados de la Alcaldía Distrital se las arreglaron para ingresar a las instalaciones por la parte trasera, con permisos especiales y de manera encubierta; el ingreso por la recepción principal era imposible.
Una fuente cercana a la administración de Enrique Peñalosa cuenta que al interior de los pasillos el aura era sepulcral. Solo se había permitido el ingreso exclusivo para familiares de cadetes en estado crítico y ciudadanos dispuestos a donar sangre. Había murmullos, silencios largos y preguntas sin respuestas claras.
“Una mujer angustiada se acercó a una enfermera y le preguntó si ya podía llevarse a su hijo, un joven cadete, ¡pero ese oficial estaba en estado crítico!, no podía salir, y la mujer no comprendía la dimensión del suceso, no lograba asimilar la gravedad, decía: ‘y, ¿cuándo me lo puedo llevar?, necesito llevármelo para la casa’”, cuenta un año después la fuente, quien pidió no revelar su identidad.
Minuto a minuto, fueron publicándose las listas con los nombres de las oficiales víctimas del atentado. El reporte final indicó que 70 personas resultaron heridas y 22 más habían muerto, entre ellos cinco oficiales extranjeros, tres deportistas de alto rendimiento y varios cadetes colombianos.
En la lista de nombres se encontraba el de Juan Diego Ayala, un aspirante a oficial que días antes al 17 de enero le había enviado un mensaje por WhatsApp a su padre que revelaba un sueño: “ya subí todos los papeles, pa, ojalá salga lo de la beca”.
Hoy, doce meses después del atentado, su padre, Virgilio Ayala, dice con lágrimas en los ojos que aquel jueves fue un momento de oscuridad. “Es un día que uno no quisiera recordar, es un día que no se borrará de la mente de los colombianos”.
John Diego Molina, padre del cadete fallecido Diego Alejandro Molina, narra que a las 12:14 del mediodía entró la llamada de un general amigo. “Me dijo que Diego Alejandro había fallecido; fue el momento más difícil de mi vida, allí me derrumbé”.
El mensaje de estos padres retumba en los corazones de cada víctima, con la fuerza de un estallido: “Nosotros no tenemos venganza, hemos perdonado, solo decimos que sea la justicia divina la que condene en el momento que tenga que ser”, expresa sereno John Diego Molina.
Este capítulo de la violencia colombiana tuvo otro desenlace en diciembre de 2019, luego de que fuera aprobada “Ley de honores” que contempla el ascenso póstumo a los 22 cadetes fallecidos y el reconocimiento prestacional, la autorización de la construcción de un monumento en honor a las víctimas y la declaración de este 17 de enero como el día oficial del estudiante de las escuelas de formación, en donde se lleva a cabo un acto público en honor a los fallecidos.
Como expresó Patricia Nieto, periodista e investigadora, “nombrar a esas víctimas es salvarlas de esa muerte que es el olvido. Ya no pueden ser salvadas, pero pueden ser nombradas, deben ser nombradas”.
Por: Harold Cortés