La farsa de la democracia en Colombia

Colombia se precia de tener diversos mecanismos de participación popular, pero la verdad es que son tortuosos y la voluntad popular poco importa.


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José Fernando Torres

octubre 05 de 2021
07:11 a. m.
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El pasado 2 de octubre se cumplieron 5 años del plebiscito que rechazó el Acuerdo de Paz, a propósito de lo cual Alfonso Gómez Méndez planteó en reciente columna si era tiempo de reconocer que Colombia mantiene la ficción de un Estado de Derecho y, agrego yo, de una democracia. 

La democracia aparece con contundencia en libros, documentos y declaraciones. Las Naciones Unidas afirman que la democracia es un valor central suyo y que su Carta refleja el principio fundamental democrático de que la voluntad del pueblo es la fuente de legitimidad de los Estados soberanos. La Declaración Universal de Derechos Humanos dice que “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”. El Consejo de Europa indica que la democracia es el gobierno en nombre de todo el pueblo, de acuerdo con su voluntad y que “el poder del pueblo” es una forma de gobernar que depende de la voluntad del pueblo.

No obstante, la realidad es otra. Tiene mucha razón la canciller alemana Angela Merkel cuando señaló, el pasado 3 de octubre en el marco del 31 aniversario del Día de la Unidad Alemana, que "La democracia no está ahí por sí sola. Tenemos que trabajar juntos por ella una y otra vez, todos los días”.

En Colombia la encontramos sola. El preámbulo y varias disposiciones de la Constitución Política consagran el poder soberano del pueblo, en el que -se dice- reside exclusivamente la soberanía y del que emana el poder público; se afirma que la soberanía es ejercida en forma directa –un poco a la manera de la democracia directa de los griegos de la antigüedad- o por medio de sus representantes; que existen mecanismos de participación del pueblo, como el plebiscito, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato y otros; que la convivencia debe darse dentro de un marco jurídico, democrático y participativo; que tenemos un Estado organizado como República democrática, que facilita la participación de todos en las decisiones que los afectan.  

Según nuestro libro constitucional somos, pues, una democracia moderna, pero la realidad que vivimos lo desmiente pues hacer uso de esos mecanismos supone un tortuoso proceso, en grado tal, por ejemplo, que en la práctica la revocatoria del mandato de los alcaldes se hace ilusoria y un referendo está lleno de toda clase de obstáculos. Y cuando se logra superar ese tortuoso proceso de participación se descubre que la voluntad popular poco importa. No importó cuando, burlándose de lo que el pueblo expresó en el plebiscito de 1957, se hizo una nueva constitución en 1991 y tampoco cuando, burlándose de la voluntad popular, se adoptó el cacareado acuerdo de paz. No importó que la propia Constitución establezca que, cuando se le consulten al pueblo decisiones de trascendencia nacional, la decisión de este es obligatoria.

Cuando se produjo la mencionada burla, ¿en dónde estaban las Naciones Unidas? ¿en dónde se escondió, que nadie pudo encontrarla, la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿En dónde estaban los partidos políticos, los gremios económicos, la sociedad y buena parte de los medios de comunicación? La respuesta es muy simple. Lo que predominan no son los principios de la democracia sino los intereses políticos, que definen cuándo conviene enarbolar la bandera de la democracia y cuándo no.

¿Qué condujo a los promotores del No a hacer presencia en la Casa de Nariño para ofrendar su triunfo en el plebiscito? Esta pregunta no ha tenido respuesta satisfactoria y esa ofrenda, que implicaba traicionar la voluntad popular, se tradujo en que el presidente de entonces tomara aliento para, muy envalentonado, consumar esa misma traición, valiéndose de unos representantes del pueblo que actuaron como si la soberanía residiera en ellos y no en el pueblo que los eligió y de una corte que hizo caso, pero caso omiso, de lo que establecen las normas constitucionales.

Cuando la corte decidió que una segunda reelección presidencial era inconstitucional, acudió a los principios y valores sobre los que la asamblea constituyente edificó la Constitución, pero, con tal de aprobar el Acuerdo de Paz, la democracia directa fue dejada enteramente de lado. Las ramas del poder público violentaron la democracia, como si estuvieran en contubernio.    

Ahora se avecina la elección presidencial, expresión democrática por excelencia. Alrededor de 60 candidatos se disputan el poder, como si a la silla presidencial pudiere aspirar cualquier persona. No obstante que existen 13 partidos y movimientos políticos con personería jurídica, aparentemente ninguno sirve a algunos de los candidatos, uno de los cuales optó por lanzarse por firmas, a pesar de que su nombre fue lanzado por uno de los partidos tradicionales y de que seguramente buscará posteriormente el apoyo de ese partido. 

Los partidos están lejos de representar los intereses del pueblo, no propician procesos de democratización interna ni divulgan sus programas políticos. ¿Alguien sabe en qué consiste el Pacto Histórico que promueve cierto partido, aparte de los nombres de quienes han adherido a él, que, por cierto, generan cierta suspicacia, no sólo por el populismo que representan? ¿Alguien sabe cuál es el programa del partido M-19, hoy Alianza Verde? ¿Alguien sabe en qué consiste la “Coalición de la Esperanza” o cuál es la esperanza que venden y cómo la satisfarán? ¿A esto se le llama democracia?

En las grandes democracias hay partidos políticos fuertes como organización popular y lo ilustran el reciente caso de Alemania, en el que ganaron las elecciones los socialdemócratas; el de Estados Unidos, con el triunfo de los Demócratas y hasta el de Argentina, donde el kirchnerismo recientemente perdió las primarias. En Colombia, en cambio, tenemos caudillismo y mercado electoral para conseguir votos no ideológicos o de partido, en donde lo que importa es el poder, que también genera indebidos dividendos monetarios.

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