Los campos minados: “el jardín del diablo”

Ugrešić nos dibuja la guerra de esa parte de Europa, a la manera de un personaje equiparable, según sus editores, a lo “bastardo, tramposo y ladrón.


Hernán Estupiñán
noviembre 20 de 2024
01:30 p. m.
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Les hablé en la columna anterior de la formidable autora croata Dubravka Ugrešić, que falleció en Amsterdam el año pasado y de quien la historia de la literatura dirá además que engrosó la lista de los premios Nobel injustamente negados. Esta vez no voy a detenerme en la negativa sino, incluso, más allá del talento de su pluma, en uno de los tantos temas que aborda en su magnífica novela Zorro, el de las ofensivas secuelas de la guerra, que en su patria como en la nuestra viene cargada de un artefacto todavía más ominoso: las minas anti personales. Empecemos por el nombre, odioso y cobarde como quienes lo usan dizque como táctica bélica, cuando no es otra cosa que su pusilánime escudo mientras huyen después de asesinar soldados o policías o de utilizar, también como escudos indefensos, a niños y pobladores adultos del entorno en el que se mueven.

Ugrešić nos dibuja la guerra de esa parte de Europa, a la manera de un personaje equiparable, según sus editores, a lo “bastardo, tramposo y ladrón, una criatura que no respeta las normas ni los límites”. Pues esto mismo sucede en la guerra colombiana, que no es la de las mayorías buenas de esta nación, por lo cual esa guerra no es nuestra guerra.

Con la antesala de una conversación sobre las flores y los frutos del huerto de la casa donde la autora va a vivir una temporada, una casa de campo aparentemente apacible, y a pocos metros de allí, se arraiga una desagradable sorpresa, estupor para ella, no para su anfitrión. El diálogo novelado transcurre de esta forma:

–Soy desminador.

–¿Qué es qué?

–Soy técnico en desactivación de minas. Me dedico a limpiar campos de minas.

–¿Quiere usted decir que estamos rodeados de minas?

–Ummm, no estaría muy lejos de la verdad.

Y de las flores y los perales y los cerezos los personajes de este diálogo saltan a la azarosa realidad de los campos minados:

–¡Pero es una locura!

–Tiene usted razón, es una locura. Si quiere le puedo enseñar nuestro lugar de trabajo, nuestra ZPM.

–¿Qué es ZPM?

–Zona probablemente minada.

–¿Y cuántas minas hay?

–Según la estimación oficial en Croacia hay unas sesenta mil minas, en Bosnia tres veces más. Pero, según valoraciones oficiosas, los números son mucho más elevados.

–Es decir que hay sesenta mil cadáveres croatas potenciales…

También con siglas y todo (MAP, Mina Antipersonal, y MUSE, Munición sin explosionar) la Presidencia de la República revela estas cifras: hasta septiembre pasado, 12.488 víctimas; 1.224 en el 2006, el año más crítico; 80, este año; 19% de las víctimas han fallecido como consecuencia del “accidente”, es decir en uno de cada cinco casos, la víctima muere. Colombia ha sido uno de los países con mayor cantidad de víctimas de la fuerza pública, pero entre los civiles, los adultos mayores, los niños y adolescentes, ¡qué dolor!, y las mujeres, en ese orden, ajustan el terrible panorama. Si volteamos nuestra desconsolada mirada a las regiones nos informan que de los mil y pico de municipios de Colombia en 499, o sea casi la mitad, han registrado ese fenómeno; Tumaco (Nariño), Vistahermosa (Meta), Tame (Arauca), Tarazá (Antioquia) y San Vicente del Caguán (Caquetá), son los más afectados. Para ponerse a llorar.

Y como para no desencharcar los ojos ni desarrugar el corazón, mencionemos los efectos psicológicos. En municipios del Cauca las minas y los explosivos los siembran en los antejardines, o en todo caso muy cerca, de escuelas y colegios, y a los niños los profesores deben enseñarles cómo reaccionar para sobrevivir a los hostigamientos y al cruce de disparos.

Todo ese inmenso jardín, como dice la canción de Nino Bravo, es esta Colombia que los sembradores de violencia nos han minado, donde nuestros inmensos campos frutales, incluso alrededor de los patios de recreo y de los salones de clase, como ha ocurrido en Cauca y Arauca, están sembrados de “maps” y “muses”, como si se tratara de alhelíes, amapolas y rosas, para parodiar a nuestra novelista. Ugrešić nos deja en suspenso cuando los protagonistas de su narración deciden salir a tomar aire en el porche de la casa amenazada:

–No recuerdo la vez que vi tantas estrellas –dije.

–En general, las estrellas son todo lo que tenemos por aquí –se rio él.

–Estrellas y minas –añadí yo.

Lo que infortunadamente ya no hace falta en Colombia, porque en eso andamos, y dirán algunos que también “la paz total” debe pasar por esos diálogos, es que a los autores de semejante atrocidad y cobardía les concedamos que además de coca siembren minas antipersonales y luego les tengamos que pagar por retirarlas, porque así se combaten las “economías ilícitas”, según la lógica del gobierno, y, claro, porque es un derecho ganado por tantos años de guerra. Su guerra, señores, no la nuestra. ¡Mucho cuidado!, por algo el capítulo del libro que recomiendo hace alusión al jardín del diablo, porque tal como sucedió en el Paraíso auténtico, el bíblico, en ese diálogo de sordos, la serpiente demostró ser más astuta.

El episodio que nos narra Génesis en la Biblia continúa así: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió, así como ella. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos…”

Y si es que algún día esa guerra, su guerra, la de los minadores de Colombia, se va de nuestros territorios, las minas se quedan como dice la novelista croata y también se quedan los héroes como Bojan, el mayordomo de la casa de Zorro, que anhelan dejar de trabajar en esa riesgosa labor, algún día. Claro, si los cobardes que siembran las minas mientras huyen, nos permiten, algún día, aunque sea desnudos, contar las estrellas.

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