Los años más oscuros

30 años de la muerte del mafioso no pueden ser vistos de otra manera que desde la orilla de las víctimas.


Gustavo Nieto
diciembre 02 de 2023
06:00 a. m.
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Difícil escribir esta columna sin sacudirse en lo más profundo por cuenta de los malos recuerdos que se agolpan en la cabeza. Apenas comenzaba la década de los 80 y el país soltaba la herencia maldita de los marimberos, para empezar a conocer una nueva clase social, altanera y fanfarrona, que de la nada ostentaba carros lujosos, fincas, helicópteros y joyas. "Prósperos hombres de negocios" que de repente invadieron la política, el deporte, la economía y se fueron instalando en la sociedad para ganarse el favor de algunos sectores que se rindieron ante el encanto de sus fajos de billetes. Uno de ellos era Pablo Escobar.

La seducción del dinero los hizo populares y aprovecharon para intentar influir en la vida nacional. Se convirtieron en seres poderosos y se creyeron imbatibles. Grave error, no contaron con que en Colombia había personas capaces de ofrecer su vida para evitar que su legado de ilegalidad y muerte ganara. Por eso este escrito se trata de los buenos, de quienes los enfrentaron tan decididamente que hoy su recuerdo es la inspiración para creer en una sociedad decente, capaz de hacer lo correcto. 

30 años de la muerte del mafioso no pueden ser vistos de otra manera que desde la orilla de las víctimas. Seguir engrandeciendo la figura de semejante criminal sería imperdonable. La muerte injustificada de miles de ciudadanos por cuenta de sus bombas nos impide moralmente siquiera creer que merece algún espacio distinto en nuestra memoria que no sea el del desprecio. 

Pasan frente a mis ojos los rostros de hombres importantísimos que lo retaron y cayeron en medio de las ráfagas de los ejércitos de sicarios; pero también caras de ciudadanos comunes y corrientes que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado y fueron atravesados por la metralla de las bombas que estallaban indistintamente en parques, calles y centros comerciales, solo por el capricho del capo. 

Imposible no conmoverse con las imágenes desgarradoras de seres desvalidos, aterrados, que buscaban entre escombros los restos de algún familiar que tuvo la desgracia de ser alcanzado por la onda explosiva. Imágenes que se repitieron día a día durante años por cuenta de una maldad que parecía no tener límite. 

Y así sobrevivimos los de mi generación a los años más oscuros. Nos daba miedo caminar por el temor a que cualquiera de los carros parqueados estallara, barrios enteros decidieron cerrar sus calles para evitar el paso de desconocidos, advertir la presencia de una moto era sinónimo de terror, las noches de rumba eran en la casa de algún amigo para evitar salir. En sectores de ciudades importantes los sicarios eran autoridad y lo peor, y quizá más doloroso, se volvió rutinaria la ansiedad de saber quién era la última víctima de esa guerra infame; dónde habían acribillado a un policía, cuál juez o magistrado había sido abatido, qué periodista era amenazado, qué ciudadano anónimo yacía en medio de los restos de otro carro bomba. 

Ese destino era inaceptable, no podíamos resignarnos a vivir la vida así, sumando muertos y sometidos al terror de una mente enferma. 

Finalmente, el criminal cayó y con él su imperio de asesinos. Se sintió un alivio. Sin embargo, es imposible no reflexionar sobre la herencia del narcotráfico que aún el país padece, la opción de la ilegalidad está tan vigente como en esos tiempos, la ilusión del dinero fácil seduce a miles de jóvenes y la cultura del traqueto genera curiosidad y admiración, no nos digamos mentiras. Que hoy los mafiosos actúen distintos y hayan mejorado sus estrategias para pasar más desapercibidos es otra cosa, pero el mal y su poder corruptor siguen ahí.

Pero también hay que decir que el país aprendió la lección de ser permisivo con la criminalidad. Se han destruido íconos del cartel. En Medellín, donde antes se regodeaban con bacanales y asesinatos, se levantaron símbolos de vida y respeto a la memoria de los muertos; en las comunas donde reinaba el caos, hoy los pelaos rapean, hacen arte, construyen emprendimientos y los visitantes escuchan los relatos que describen cómo el bien venció al mal. 

La Hacienda Nápoles, considerada el cuartel general del mafioso hoy es un parque ecológico que rinde homenaje a la naturaleza. Nada recuerda a Escobar, la ostentosa casa ya no existe, lo mismo que la extravagante colección de carros antiguos, como tampoco la avioneta en la que supuestamente llevó su primer cargamento de coca.

Recorrer estos lugares obliga a pensar en la dimensión de la pesadilla que vivió el país y reafirmarse en la convicción de que nunca más se puede repetir, que en el crimen no hay nada admirable y que los muertos por este sin sentido merecen admiración y respeto. 

No en vano en una de las paredes del parque temático de Nápoles se exhibe orgullosa una frase que lo resume todo, una notificación para quienes quieran tomar el camino equivocado: "Aquí venció el Estado", dice, como una sentencia que nos recuerda que con la ayuda de hombres buenos la luz siempre disipa la oscuridad.

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