El mejor peor momento de los Partidos Tradicionales
Los partidos tradicionales o se levantan como actores centrales en la defensa de la democracia o se hunden en su irrelevancia.
12:08 p. m.
La historia política de Colombia no puede contarse sin los partidos tradicionales. Desde su inicio con los Liberales y Conservadores, hasta hoy en día con los De la U y Cambio Radical —los tradicionales más recientes— han moldeado instituciones, liderado reformas, construido Estado y, también, acumulado críticas. Son parte del problema y parte de la solución. Hoy, atraviesan lo que podríamos llamar su mejor peor momento: están en crisis de legitimidad, sí, pero tienen ante sí la oportunidad más clara para reivindicarse ante el país.
Las elecciones de 2026 no serán una contienda cualquiera. Serán el gran plebiscito sobre la estabilidad democrática, el rumbo institucional y la separación de poderes. Y frente a una narrativa oficialista cada vez más agresiva contra las instituciones —el Congreso, la prensa y la justicia— los partidos tradicionales tienen la posibilidad de ocupar el centro del debate y defender el orden democrático desde una postura seria, pragmática y sin estridencias.
Lo tienen todo para hacerlo: presencia territorial, experiencia legislativa, estructuras organizadas y, si hacen las cosas bien, un electorado moderado que no encuentra representación real ni en el griterío populista del Gobierno ni en la indignación sin norte de ciertos sectores opositores.
Pero tienen, también, todo que perder. Los escándalos de corrupción, el clientelismo, el divorcio con la ciudadanía, los silencios cómplices, las alianzas vergonzosas… todo eso sigue siendo su lastre. Y si no lo entienden ahora, si no se sacuden, si no se reinventan, las próximas elecciones legislativas podrían ser su última oportunidad de sobrevivir políticamente con alguna relevancia nacional.
Por eso, este momento —tan malo en percepción, pero tan fértil en posibilidades— debe obligarlos a replantearse. La gente no les exige perfección, pero sí coherencia. No les pide pureza, pero sí decencia. Les exige que sean capaces de liderar sin robar, de representar sin negociar principios, de hacer política sin hacer daño.
El centro necesita de los partidos tradicionales. La clave está en apropiarse de ese centro ideológico que no reniegue de su tradición, pero que abrace el cambio con responsabilidad. Un centro que defienda la democracia sin matices, que no le tenga miedo a las reformas, pero tampoco las aplauda cuando amenazan las bases institucionales del país. Un centro que dialogue con la ciudadanía, con los jóvenes, con las regiones, con las comunidades históricamente excluidas. No desde el cálculo, sino desde el compromiso.
Si los partidos tradicionales quieren volver a ser relevantes, no pueden seguir actuando como si tuvieran derecho a existir solo por su pasado. Deben ganarse el presente y construir futuro. Tienen los votos, tienen los cuadros, tienen la maquinaria. Lo que no tienen, y lo que necesitan desesperadamente recuperar, es la legitimidad para representar.
Los partidos tradicionales o se levantan como actores centrales en la defensa de la democracia o se hunden en su irrelevancia, en sus vicios de siempre. Este es su “mejor peor” momento. Peor por la desconfianza que mantienen y porque no han sabido transformarse. Mejor porque tienen una posibilidad de desempeñar un papel fundamental en esta coyuntura crítica. Ojalá estén a la altura.