La receta al hambre: política arancelaria

El pueblo, sobre el cual reposan todas las razones de defensa y banderas de lucha, ve en riesgo su libertad.


Alexander Rios

Alexander Ríos

mayo 30 de 2023
06:00 a. m.
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Cuenta Thomas Sowell en su libro “Economía básica” que en 1930, por los años de la Gran depresión, el presidente Herbert Hoover se empeñó en palear, mediante aranceles, la crisis económica que estaba viviendo Estados Unidos. Estos aranceles se conocen con el nombre de Smoot-Hawley mismo nombre de la ley con la que se los aprobó en el congreso. Cuando el presidente Hoover propuso su idea, recibió una carta firmada por más de mil economistas de las más prestigiosas universidades del país que le pedían, encarecidamente, que no lo hiciera, que no tratara de apagar el fuego con gasolina. 

El presidente Hoover los ignoró porque sus intenciones eran buenas: aplicar aranceles iba a reducir las importaciones, proteger la industria estadounidense, disminuir el desempleo y sortear la crisis que venían enfrentando por el crack de la Bolsa de 1929. Como las intenciones no siempre coinciden con la realidad, al presidente Hoover le salió todo al revés: después de cinco meses, la tasa de desempleo subió a dos dígitos por primera vez en la década de 1930 y no regresó a niveles de un dígito en el resto de la década. Aunque se suele atribuir como causa de estos hechos la caída de la bola en 1929, la historia ha demostrado que las protecciones arancelarias lo único que consiguieron fue agravar el problema. 

Desde hace un par de años, Argentina viene endureciendo continuamente sus políticas arancelarias e incluso bloqueando la importación de ciertos productos. La premisa del gobierno argentino en cabeza de Alberto Fernández es que, bloqueando importaciones o haciéndolas más difíciles mediante aplicación de aranceles, la economía local se fortalecería por las vías del consumo interno, disminuiría el desempleo y de la misma forma la inflación -en un tono semejante a la intencionalidad de nuestro presidente-. 

La realidad, que es un verdugo implacable de la retórica cargada de ideología y demagogia, confrontó a los argentinos con otros resultados muy diferentes a los esperados. En primera instancia, cuando se eliminan jugadores como los productos importados, los productores locales pierden, en cierta medida, en carencia de competencia, incentivo a la innovación, puesto que el Estado les garantiza de una u otra forma un mercado al que le pueden vender más caro; paradójicamente -y contradictoriamente- es una carta abierta al surgimiento de los “detestables” monopolios. Parece bien, parece justo, hasta que esos mismos productores se dieron cuenta de que muchos de sus insumos son importados y no se pueden fabricar o conseguir localmente. Luego, el Banco Central se quedó sin dólares dado el desequilibrio en la balanza comercial, lo que genero el surgimiento de un mercado negro digno de ser documentado.

El pasado 15 de mayo, el presidente Gustavo Petro se dirigió al país en alocución nacional y dijo: “Ante las alzas de las tasas de interés, se debe responder con mayores aranceles para proteger los sectores de la industria y la agricultura, y para proteger el trabajo nacional”. Esta justificación del presidente, noble por donde se la mire, no dista mucho de la que esgrimió Hoover en EE. UU. durante la década del 1930, que es la misma que esgrimió el gobierno de Fernández en la Argentina de estos años, o la que en su momento también usó Chávez para asegurar, entre otros, la soberanía alimentaria de Venezuela. En todos los casos, el resultado fue diametralmente opuesto a la intención, lo que demuestra que cuando una política es mala, lo es mala por sus resultados, no importa el color político o la ideología desde dónde provenga.

En todos los casos de aplicación de aranceles y políticas proteccionistas aumentó el desempleo, se perjudicó a los productores locales que no tuvieron acceso a insumos para la fabricación de sus productos y, aspecto no menor, se perjudicó también al consumidor final. El pueblo, sobre el cual reposan todas las razones de defensa y banderas de lucha, ve en riesgo su libertad. Piénselo así: si las palabras del presidente se transforman en hechos, usted, como consumidor final, se verá obligado a escoger el producto nacional. Y acá la palabra clave es esa: “obligado”. ¿Por qué debe ser una imposición del gobierno de turno lo que usted puede o no puede consumir? ¿Por qué debe ser obligatoriamente nacional? Y, en cuanto al producto nacional, ¿Qué pasa con aquellos productos de manufactura local que deben su excelente calidad a insumos importados? 

El discurso del gobierno parece desconocer que la imposición o aumentos arancelarios no son de carácter arbitrario ni unidireccional. Tales políticas implicarían un riesgo donde Colombia, su mercado y, por supuesto, nosotros, los consumidores, podríamos asumir las consecuencias de las renegociaciones de los acuerdos comerciales. Nuevamente, pagaríamos el precio de las buenas intenciones, derivado de esa absurda idea de ser competitivos por decreto y no por innovación ni desarrollo de las cadenas productivas.

El resultado de la aplicación de medidas restrictivas a las importaciones es el aislamiento de la economía local, el desincentivo para invertir en Colombia, un golpe aún más fuerte al desempleo, a la informalidad y la escasez de dólares. No se conocen casos de éxito en Latinoamérica, o resultados positivos de aplicar estas políticas, ¿por qué habríamos de creer que en Colombia sería diferente? ¿Qué nos hace pensar que repetir lo mismo que no ha funcionado en la región podría funcionar? ¿Qué condiciones especiales tenemos como país que nos hacen pensar que en este asunto arancelario será “lo mismo pero diferente”?. 

La invitación que les hago es a tomar cuidadosamente cada una de las propuestas económicas que prometen resultados positivos, aplicando las mismas medidas que ya han demostrado ampliamente ser fallidas. Ser críticos con estas ideas, no importa quién las promueva, su ideología y, sobre todo, sus buenas intenciones.

Director Inverxia 
@inverxia_co

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