Del escándalo al olvido: ¿vale la pena cumplir la ley cuando la corrupción no se castiga?

Cada escándalo de corrupción que no termina en sanción manda el mismo mensaje: en Colombia robar sale rentable. Ese mensaje no solo afecta al Estado, también cambia la forma en que la sociedad entiende la ley, la política y el esfuerzo.


Gloria Díaz
diciembre 24 de 2025
10:29 a. m.
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Colombia no solo enfrenta una crisis de corrupción; enfrenta algo más profundo y doloroso: una crisis ética que ha roto el vínculo entre la ciudadanía y sus instituciones. Hoy, hablar de corrupción ya no sorprende, no indigna como antes, no moviliza. Se volvió paisaje y rutina. Según INVAMER, la corrupción se mantiene entre las tres principales preocupaciones de los colombianos, junto con la inseguridad y la economía, y casi el 70% considera que el país va por mal camino. Ese dato no habla solo de gobiernos, habla de una confianza rota, de una sensación extendida de injusticia, de la idea de que “el sistema no castiga y no sirve para nada” y que cumplir las reglas es, muchas veces, perder.

Esa percepción no surge del aire. En el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2024 de Transparencia Internacional, Colombia no solo aparece en el puesto 92 entre 180 países, sino que retrocede en su puntaje, pasando de 40 puntos en 2023 a 39 en 2024. Y ese detalle es clave: estar por debajo de 50 puntos es una señal de corrupción grave y de falta de avances reales en su contención. En otras palabras, el problema no es solo “que haya casos”, sino que el país no logra consolidar instituciones que prevengan, detecten y sancionen con rigor.

Esto es una alerta sobre el costo de normalizar la trampa. Cuando la corrupción se vuelve costumbre, el país paga con menos inversión, servicios públicos más frágiles, más desigualdad y una democracia más desconfiada. Las pérdidas asociadas a la corrupción en Colombia superan los 20 billones de pesos al año, recursos que podrían financiar salud, educación o infraestructura en los territorios más pobres. La corrupción no es solo un delito; es un impuesto invisible que siempre termina cobrando más caro en los territorios donde cada peso sí importa.

El escándalo de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) es quizás el ejemplo más doloroso y reciente de esta degradación ética. Recursos destinados a atender emergencias humanitarias (sequías, inundaciones, hambre) terminaron envueltos en redes de contratos inflados, favores políticos y sobornos. Este caso no es una anomalía, sino una muestra de cómo la corrupción se ha convertido en una forma de gobernanza informal: estructuras paralelas que operan mientras el Estado formal mira hacia otro lado. Lo más grave no es solo el desfalco, sino el mensaje devastador que deja: incluso la tragedia puede ser negocio.

A esta sensación de impunidad se suman decisiones judiciales que profundizan el desencanto y la desconfianza ciudadana. La reciente libertad condicional otorgada a Emilio Tapia (contratista condenado por corrupción, vinculado al carrusel de la contratación en Bogotá y también al caso de Centros Poblados, donde se desvió dinero destinado a llevar conectividad a zonas rurales) reavivó una pregunta incómoda pero necesaria: ¿la justicia colombiana castiga de verdad a los bandidos de cuello blanco, o termina negociando con ellos el costo de robarle al país?.

No se trata de desconocer garantías judiciales, sino de entender el mensaje que reciben millones de colombianos cuando una condena por desfalcos inimaginables termina pareciendo reversible, o cuando los tiempos y beneficios se sienten más generosos con quien tuvo poder, contactos y abogados, que con el ciudadano de a pie. En un país donde la ley se vuelve lenta y porosa frente a las grandes redes el daño no es solo jurídico: es moral. Según el Latinobarómetro, menos del 30% de los colombianos confía en el sistema judicial, una de las cifras más bajas de la región. Cada decisión que se siente como un premio al corrupto le quita otra capa a la confianza. Le dice a la gente que ser honesto no paga, que cumplir la norma es de ingenuos, y que para algunos el sistema no está hecho para hacer justicia, sino para negociar tiempos, beneficios y salidas. Y cuando esa idea se instala, lo que se rompe no es solo un expediente, sino el pacto básico de convivir bajo las mismas reglas.

Pero sería un error cómodo y peligroso reducir la corrupción únicamente a la esfera pública o a los grandes escándalos. La corrupción también habita en lo cotidiano, en la cultura del “vivo vive del bobo”, en la trampa pequeña que se normaliza y se justifica como astucia o supervivencia. La evasión de impuestos, el fraude a la seguridad social, el pago informal para “agilizar” un trámite o el uso indebido de recursos comunes son expresiones de una microcorrupción que, lejos de ser inofensiva, alimenta y legitima la gran corrupción. Cuando como sociedad dejamos de sancionar socialmente esas conductas, cuando las celebramos o las justificamos, el problema deja de ser solo institucional y se convierte en cultural. Un Estado no puede ser más ético que la sociedad que lo tolera.

Ese círculo vicioso tiene efectos políticos profundos, especialmente en un contexto preelectoral. En las últimas elecciones legislativas, más del 50% de los colombianos se abstuvo de votar, y en los procesos de participación juvenil la cifra es aún más preocupante: 8 de cada 10 jóvenes no acudieron a las urnas. La desconfianza sistemática no se queda en la indignación, sino que se transforma en abstención. Y la abstención, lejos de castigar al sistema, termina fortaleciendo las mismas estructuras tradicionales que la ciudadanía dice rechazar. Las elecciones no se vacían por pura apatía, sino por cansancio, por la sensación de que nada cambia, de que denunciar no sirve, de que el sistema se protege a sí mismo. Cuando la política se percibe como un juego arreglado, la gente se hace a un lado. Y cuando eso pasa, la democracia se debilita. Sin ética pública, la democracia se vuelve un trámite y sin confianza, el voto pierde sentido.

Frente a este panorama, el país necesita algo más que sermones y promesas de “mano dura” para la foto. Necesita una decisión seria: que la ética pública sea política de Estado. Transparencia de verdad, no carreta; control que funcione, no selectivo; denuncias que terminen en sanciones, no en titulares. Y sobre todo, recuperar una idea simple que debería ser obvia, pero que hoy parece revolucionaria: la política es para servir, no para servirse. Eso implica instituciones fuertes, reglas claras, cargos por mérito y no por palanca, cuentas abiertas y una justicia que actúe sin temores, sin cálculos y sin privilegios.

Pero esa transformación también exige algo más incómodo: una revisión colectiva de nuestros propios comportamientos. La ética pública no se sostiene solo desde la ley o los códigos penales; se sostiene desde el ejemplo cotidiano, desde la familia, la escuela, el barrio, la empresa y la vida comunitaria. Un país no cambia únicamente castigando, sino reconstruyendo referentes morales claros, donde la honestidad no sea ingenuidad y el cumplimiento de la norma no sea motivo de burla.

Colombia está hoy en una encrucijada ética y democrática. O seguimos aceptando la corrupción como una fatalidad cultural, algo “propio” e inevitable, o decidimos romper el ciclo con valentía ética y responsabilidad compartida. Reconstruir la confianza no será rápido ni fácil, pero es imprescindible. La justicia debe volver a sentirse justa, el Estado debe volver a ser creíble, y la política, un espacio decente. Porque sin ética pública no hay desarrollo posible, y sin confianza no hay país que aguante.

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