Opiniónmarzo 09, 2023hace 14 días

Cerco humanitario

La guerra de versiones entre secuestro y cerco humanitario revela una problemática que va más allá de la supuesta condescendencia del gobierno con la violencia.

Cerco humanitarioFoto: Noticias RCN

Las declaraciones del ministro del Interior Alfonso Parada encendieron una polémica al referirse a la retención por la fuerza de un grupo de policías como “cerco humanitario” y evitar deliberadamente la denominación “secuestro”. Algo similar hizo el alto comisionado para la paz Danilo Rueda, lo que provocó airadas críticas de quienes consideran que se trata de una muestra de debilidad del Estado, máxime cuando en los hechos un policía y un campesino fueron asesinados. 

En el sector de Los Pozos en San Vicente del Caguán se venían llevado a cabo protestas de campesinos que exigían la pavimentación de la vía que los conecta con la cabecera municipal y otras obras de infraestructura en una zona de actividad extractiva, pero sus réditos no parecen a la vista para sus pobladores. La guardia indígena del Caquetá se unió a los campesinos y procedieron a bloquear el paso de camiones de la multinacional Emerald Energy y a retener por la fuerza a los miembros de la policía, así como al personal de la multinacional.  

La guerra de versiones entre secuestro y cerco humanitario revela una problemática que va más allá de la supuesta condescendencia del gobierno con la violencia y la falta de autoridad. Es cierto que se debe condenar sin titubeos cualquier retención por la fuerza, así como las tomas de rehenes, práctica proscrita y condenada por al Derecho Internacional Humanitario. Ahora bien, también lo es, que el Estado está en la obligación de agotar todos los medios antes de recurrir a la fuerza. El debate que se ha centrado en las bases jurídicas de la denominación “cerco humanitario” -inexistentes- es, hasta cierto, punto superficial y no deja apreciar el fondo del problema que radica en pasivos históricos relativos a la descentralización. 

La guardia indígena que ha sido objeto de duras críticas estos días, es una forma de organización ancestral (palabra que la oposición pretende devaluar) reconocida por el Estado colombiano y que ha sido clave en la promoción de una autonomía consagrada en la Constitución de 1991 pero que, en la práctica aún tiene serias falencias. Tildar la guardia de violenta o desconocer o deslegitimar sus reivindicaciones recurriendo a la tan mentada filtración de grupos armados, es una estrategia mezquina que conspira contra cualquier diálogo. 

Uno de las carencias que sobresalió de los estallidos sociales de noviembre de 2019 y entre abril y julio de 2021 es la ausencia de un marco de diálogo social constante y que no solo emerja en crisis. Cuando el entonces ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla apuntó a una reforma tributaria (fiscal) sin las necesarias consultas, el país se encendió y el despliegue de la Fuerza Pública, a la que habitualmente se usa como “carne de cañón”, resultó en una violencia que se hubiese podido evitar y con ello, la escandalosa cifra de más de 80 muertos. Detrás de las exigencias desmedidas de que el Estado debe mostrar que preserva, sin fracturas, el monopolio de la fuerza -en especial en territorios sensibles donde no se ha manifestado en décadas- se desconoce que la propia Constitución define la paz como un fin esencial. Para ello el diálogo social, abierto y permanente debe ser el común denominador y el uso de la fuerza, la excepción o medida de última instancia. En el gobierno anterior, la forma como se llevaron a cabo los diálogos fueron toda una anti-lección.

Se hicieron cuando la situación de orden público se había salido de las manos y no de manera preventiva, como siempre la lógica reactiva terminó pasando factura; tuvieron lugar en la Palacio, y el presidente “a dedo” seleccionó quién era representante de una serie de pedidos y reclamos variopintos, por lo que muchos de esos voceros fueron justificadamente cuestionados; y, se desarrollaron en Bogotá a puerta cerrada, en el centro del país. 

A pesar de los pedidos por desplazarse a los territorios que, desde el centro se ven como periféricos, problemáticos y lejanos, el anterior presidente prefirió la comodidad de la capital.     

Este gobierno llegó con varias promesas de los estallidos sociales que marcaron la Colombia de estos últimos años. Al recoger parte de las reivindicaciones que han llegado desde los territorios, está en la obligación de mantener el diálogo social y evitar que, por la vía de la confrontación, pierdan la vida uniformados. La evocación del termino “cerco humanitario” no corresponde a un juicio de valor o a la legitimación del secuestro, práctica que el gobierno debe condenar, sino a reconocer que el primer deber del Estado está en conseguir la paz a través del diálogo. 

En el pasado, las operaciones “a sangre y fuego” han dejado una estela de dolor que terminó por debilitar la legitimidad de la institucionalidad colombiana. No parecen tiempos favorables para el diálogo social, sin embargo, se trata de un imperativo irrenunciable. El pasado reciente está lleno de lecciones y anti lecciones.

Mauricio Jaramillo Jassir (profesor de la Universidad del Rosario)
@mauricio181212

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