Colombia, entre la palabra y el golpe: el cansancio de un país que no se escucha
Entre enero y agosto de 2025, Medicina Legal registró 51.533 casos de violencia interpersonal y la cifra sigue en aumento.
06:20 p. m.
Cada quince minutos alguien cruza la línea: primero el grito, luego el golpe, después el arma. No es “intolerancia” suelta, es estrés social sin salida y una institucionalidad que no llega. Cuando el control se diluye y hay ausencia de gestión socioemocional, la calle impone su propio “orden” a puño limpio.
Colombia está perdiendo la capacidad básica de tramitar conflictos. Lo que antes era excepción hoy es paisaje: riñas en buses, bares, calles, conjuntos residenciales y colegios. Entre enero y agosto de 2025, Medicina Legal registró 51.533 casos de violencia interpersonal y la cifra sigue en aumento. En departamentos como Atlántico, Antioquia y Valle del Cauca, esta situación se ha convertido en una epidemia silenciosa. El dato no es un accidente, es la radiografía de un deterioro emocional que nadie quiso leer. Se le llamó “intolerancia” para no decir lo obvio: dolor sin atención, estrés sin salida, consumo problemático escondido, frustración acumulada sin gestionar.
Cabe mencionar que el 37% de los homicidios y lesiones personales de este año nace en una discusión o una riña y, en Bogotá, 4 de cada 10 homicidios comienzan con una riña. No hablamos de crimen sofisticado: hablamos del vecino, del conductor, del compañero de fila o de bus. La violencia dejó de necesitar motivos; le basta con una chispa: una música alta, una maniobra de moto, una palabra fuera de lugar. Armenia, Ibagué, Pasto, Popayán y otras ciudades intermedias muestran la curva: la agresión sube en paralelo a la falta de atención oportuna. Lo que debería resolverse con límites y con tiempo termina resolviéndose con un puño.
Detrás de esa chispa hay un contexto que se repite. Muchas de estas peleas nacen de trastornos mentales sin tratamiento, estrés acumulado y consumo problemático de sustancias. Llamarlo “intolerancia” es cómodo, pero incompleto. Lo que vemos es un malestar profundo que no encuentra atención a tiempo y que explota contra el primero que se atraviesa. Cuando una persona intenta pedir una cita y le dan fecha para dentro de meses, cuando un colegio tiene un orientador para 1.500 estudiantes, cuando una familia no sabe a dónde acudir, la presión se acumula. Y cuando no hay una puerta de entrada clara, la calle termina siendo la salida, con todo lo que eso implica.
Ahora bien, según el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, más de 42.000 personas han sido lesionadas en riñas este año. No es “temperamento nacional”; es abandono institucional. La patrulla llega tarde a incendios que empezaron mucho antes y que nadie quiso apagar. Urgencias sin triage emocional y orientadores desbordados dibujan un panorama predecible: el conflicto que pudo apagarse con una intervención temprana termina en golpes, armas blancas y hospitales llenos. En ese vacío, la botella rota y la navaja reemplazan la palabra. Y cuando la palabra se rinde, la convivencia se rompe.
Por otra parte, el 60% de los conflictos atendidos por la Policía está atravesado por salud mental o consumo, pero el país tiene tan solo 1 psicólogo por cada 23.000 habitantes. Esa ecuación solo produce frustración: se le pide a un agente que haga de terapeuta, al juez que resuelva un duelo y al docente que contenga un estallido que no es pedagógico. Al final, todos fallan porque el sistema les pide lo que no pueden dar. El resultado es frustración para la autoridad y desamparo para la gente.
También hay un cambio cultural que no podemos ignorar. Vivimos mirando una pantalla donde la pelea se vuelve contenido. La idea de “castigo social” se diluye y lo reemplaza el morbo. Eso baja el costo de la agresión: si todo el mundo lo hace, si todo el mundo lo mira, entonces “no es tan grave”. Pero sí lo es. Cada vez que relativizamos una riña, abrimos la puerta para que la siguiente sea peor. Aquí lo que se tolera, se multiplica.
Sin embargo, decir que simplemente “falta cultura ciudadana” es quedarse corto. Lo que falta también es carácter institucional. No el grito, no la campaña, no la consigna. Carácter: presencia, límites, tiempos y resultados que se cumplan. No podemos escondernos detrás del eufemismo ni de la intimidación. Debemos reconocer dos verdades al tiempo: la salud mental es un derecho y el orden es un deber. Negar cualquiera de las dos nos ha traído hasta este punto.
Se insiste en llamar “intolerancia” a lo que es una crisis emocional colectiva que no se está atendiendo. Y creer que el castigo arregla lo que no se previno es un error. La riña no es folklore urbano, mientras la sigamos tratando así, las cifras seguirán creciendo. La tolerancia no aparece por decreto, sino que parece cuando el Estado se toma en serio la convivencia y su propia obligación de estar, de hacer cumplir, de responder. Un Estado que llega tarde, sanciona tarde y responde tarde, deja de ser autoridad para convertirse en espectador.
Este es el punto: las riñas no son una anécdota. Son el termómetro del malestar del país y del vacío que deja una institucionalidad que emite comunicados, pero no pone límites ni cuida la salud socioemocional de la gente. Libertades con corresponsabilidad, derechos con deberes, discurso con hechos: esa debe ser la línea. Sin orden visible no hay convivencia, y sin cuidado socioemocional no hay paz social que dure. Al final, ambas cosas se necesitan.
Cada cuarto de hora vuelve a pasar. Podemos seguir administrando el caos con frases hechas o asumir el diagnóstico incómodo: la violencia cotidiana crece cuando el Estado mira a otro lado y cuando las personas no encuentran apoyo para tramitar su estrés, su duelo o su rabia. Si el Estado está (con reglas claras y con atención a tiempo) la riña baja; si el Estado no está, la riña manda. Y donde manda la riña, pierden la vida, la dignidad y el país.