Reforma tributaria: el último pulso fiscal de Petro

La nueva reforma tributaria del Gobierno Petro busca recaudar hasta $26,3 billones, en medio de un déficit histórico y un clima político adverso. El reto: lograr ingresos sin asfixiar la economía ni perder legitimidad ciudadana


Gloria Díaz
agosto 05 de 2025
12:00 p. m.
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En Colombia, hablar de reforma tributaria es tocar una fibra sensible. No solo porque implica el bolsillo de los ciudadanos, sino porque, en este caso, es el último pulso fiscal que el Gobierno de Gustavo Petro librará en su mandato.

Entre el 15 y el 20 de agosto, el Ministerio de Hacienda radicará en el Congreso un proyecto que busca recaudar entre 19 y 26,3 billones de pesos. La cifra, la más ambiciosa en dos décadas, llega en un momento de déficit fiscal proyectado en 7,1% del PIB y con un clima político fragmentado. El Ejecutivo la vende como un pacto de equidad y sostenibilidad; la oposición la describe como una carga desmedida que asfixiará la economía.

La propuesta se apoya en un principio: que quienes más tienen deben aportar más. El plan incluye un aumento de la tarifa de renta para los superricos, pasando del 39% al 41%, mayores gravámenes a dividendos, herencias y ganancias ocasionales, además de extender el IVA a apuestas en línea, e-commerce y servicios digitales. También introduce impuestos ambientales y a la salida de capitales. La narrativa oficial es clara: los grandes patrimonios deben financiar la inversión social y tapar el hueco fiscal.

Pero detrás de ese discurso, las preguntas son inevitables. ¿Garantiza el Gobierno que esos recursos se manejarán con transparencia y eficiencia? ¿O, como temen algunos economistas, se diluirán en una burocracia creciente y en un gasto público poco controlado? Algunos advierten que aumentar la carga tributaria sin corregir las ineficiencias del gasto es como llenar un balde con agua mientras sigue teniendo un gran agujero.

La historia reciente ofrece lecciones que no conviene olvidar. En 2021, una reforma tributaria mal diseñada y peor comunicada encendió el estallido social más fuerte de la última década. El rechazo masivo no fue solo por el contenido, sino por la sensación de desconexión entre la élite política y la realidad ciudadana. Hoy, el Gobierno enfrenta el riesgo de repetir el error si no logra construir consensos y explicar con pedagogía qué se pretende y cómo se beneficiará a la población.

Y es que la pedagogía tributaria brilla por su ausencia. La ciudadanía escucha cifras récord de recaudo, pero no entiende el impacto directo en su vida diaria. En un contexto de inflación persistente, desempleo elevado e incertidumbre económica, cualquier anuncio de nuevos impuestos despierta suspicacia y resistencia. Sin un mensaje claro, la narrativa oficial será desplazada por el ruido político y las interpretaciones interesadas.

La estructura política tampoco es alentadora. El Gobierno llega a este debate con su capital político erosionado y sin mayorías sólidas en el Congreso. La estrategia de culpar al Legislativo por el naufragio de proyectos previos ha dejado cicatrices que complican las negociaciones. Y, sin acuerdos amplios, la reforma corre el riesgo de naufragar o, peor aún, de aprobarse mutilada y sin capacidad real para cumplir sus objetivos.

La propuesta también toca fibras sensibles del sector productivo. La eliminación de exenciones y el aumento de cargas a ciertos sectores puede generar efectos colaterales no deseados, especialmente en pequeñas y medianas empresas. En un país con más del 55% de informalidad laboral, encarecer la formalidad sin ofrecer incentivos claros puede terminar empujando más negocios hacia la economía sumergida.

El dilema es evidente: Colombia necesita aumentar sus ingresos para cumplir compromisos sociales y estabilizar sus finanzas, pero no a cualquier precio. La progresividad fiscal debe ir acompañada de transparencia, eficiencia y austeridad. Un mayor esfuerzo de los contribuyentes debe traducirse, sin dilaciones, en un mejor Estado, no en más gasto ineficiente.

Este es un momento para la madurez política. El Congreso tiene la responsabilidad de analizar con rigor técnico, sin dejarse arrastrar por la lógica de la imposición del Ejecutivo ni por la oposición estéril. La reforma debe ajustarse, corregirse y legitimarse con el diálogo, no imponerse a golpe de mayorías circunstanciales.

Colombia no necesita solo más impuestos, necesita un Estado más eficiente y una ciudadanía que confíe en que su contribución se transformará en mejores servicios, infraestructura y bienestar. La legitimidad de este esfuerzo fiscal no se medirá solo en pesos recaudados, sino en la capacidad de transformar esos recursos en progreso tangible.

El reto está planteado. El margen de error es mínimo. Y lo que está en juego es más que un ajuste fiscal: es la credibilidad de las instituciones y la confianza de un país entero en la forma como se gobierna y se gestiona el dinero público.

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