Salud mental: el lujo que Colombia no puede seguir pagando con vidas

Con más de 1.000 millones de personas afectadas en el mundo y dos de cada tres colombianos con problemas emocionales, el Día Mundial de la Salud Mental revela una verdad incómoda: atender la mente sigue siendo un privilegio. Urge pasar de las leyes al acceso real y equitativo.


Gloria Díaz
octubre 10 de 2025
12:36 p. m.
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Cada 10 de octubre conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental, un recordatorio solemne de que detrás de cada estadística latente hay personas con historias, dolores, silencios y esperanzas. A escala global, más de 1.000 millones de personas viven con trastornos mentales como la depresión y la ansiedad, y las proyecciones apuntan a que si no actuamos ahora, los costos sociales, económicos y humanos se volverán una tormenta imparable. En Colombia, esta realidad golpea con mayor fuerza por las brechas en atención, el estigma persistente y la política que muchas veces relega lo invisible.

Desde la perspectiva local, las cifras no mienten: el 66,3 % de los adultos en Colombia reconoce haber enfrentado algún problema de salud mental en algún momento de su vida. Aún más grave es que entre niños y jóvenes, UNICEF estima que el 44,7 % de los NNA presentan afectaciones mentales. Estas no son meras estadísticas: son generaciones que sufren en silencio, que luchan contra síntomas que muchas veces no tienen nombre, que no encuentran escucha ni espacio para sanar.

En materia de servicios, Colombia carga una pesada deuda. El Análisis de Situación en Salud Mental revela que la densidad de psiquiatras infantiles es tan precaria que apenas alcanza 0,7 por cada 100.000 habitantes en las zonas que sí los tienen. Las desigualdades territoriales son evidentes: los especialistas se concentran en las capitales, mientras que vastas regiones quedan desprovistas de asistencia profesional, amplificando la brecha entre diagnóstico y atención.

La política nacional ha dado pasos recientes con la actualización de la Política Nacional de Salud Mental 2024 – 2033, que reconoce determinantes sociales del malestar emocional y plantea enfoques integrales de promoción, prevención y atención. Además, en 2025 se promulgó la Ley 2460, que modifica la normativa vigente para fortalecer la prevención, la atención y la promoción de la salud mental. No obstante, estos avances normativos deben traducirse en recursos reales, personal suficiente, infraestructura y voluntad política sostenida.

Hoy la salud mental no puede seguir siendo un “lujo” reservado para pocos. La atención a trastornos psiquiátricos, terapias psicológicas y acompañamientos psicosociales siguen siendo inaccesibles para millones. Como lo advierte un reportaje colombiano, para muchas familias, acudir a un psicólogo o psiquiatra es un privilegio que no entra en su presupuesto. Esa realidad desigual profundiza la sensación de abandono y aumenta las barreras para quienes ya luchan con heridas invisibles.

El costo de esta desatención es altísimo. En Sudamérica, las proyecciones de la OPS estiman que las enfermedades no transmisibles combinadas con los trastornos de salud mental podrían costar más de 7,3 billones de dólares entre 2020 y 2050 en pérdida de productividad y servicios sanitarios. Eso equivale al PIB de varios países y revela que ignorar la salud mental no es una negligencia, es una bomba económica de largo plazo.

Por ello, hablar de salud mental es hablar de política, de prioridades colectivas. Las decisiones de gasto público, de distribución territorial de servicios, de formación profesional, de cobertura de seguros y de redistribución social son apuestas que definen si el alivio será un ideal distante o una garantía real. En cada presupuesto nacional o distrital debe incluirse una línea clara y creciente para salud mental, no como un agregado simbólico, sino como columna vertebral del bienestar.

La prevención es otro componente clave. La experiencia global ha enseñado que la atención temprana, los programas escolares de educación emocional, las redes comunitarias de apoyo y la eliminación del estigma pueden amortiguar el impacto de los trastornos. Pero en Colombia esas estrategias se despliegan con parcimonia. En muchos colegios no hay psicólogos escolares o canales de acompañamiento efectivo. Mientras tanto, los jóvenes se enfrentan solos al miedo, al vacío y al sufrimiento.

En este contexto, la salud mental infantil y juvenil merece una atención prioritaria. Cuando la infancia carga con traumas, violencia institucional, inseguridad y desigualdad, esos factores se convierten en semillas de malestar crónico. UNICEF y otras organizaciones han llamado la atención sobre el hecho de que el 44,7 % de los niños y jóvenes reportan afectación mental, una cifra que obliga a reorientar el enfoque desde el sistema educativo, la familia y los entornos comunitarios.

El estigma sigue siendo el obstáculo más arraigado. Muchas personas temen ser etiquetadas como “locas” o “débiles” si admiten que sufren ansiedad, depresión, trastorno bipolar o estrés postraumático. Esa vergüenza no solo inhibe la búsqueda de ayuda, sino que propaga la silenciosa epidemia del dolor no visto. Parte del rol del Estado y la sociedad es arrojar luz sobre lo oculto y normalizar que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de humanidad.

El sistema de salud mental colombiano enfrenta además un problema estructural: fragmentación institucional. Los servicios están distribuidos entre hospitales, clínicas, centros comunitarios, salud pública y atenciones mixtas, muchas veces desconectadas. La normativa propuesta en la ley y la política pretende articular esos niveles, pero sin liderazgo claro ni métricas de seguimiento, esas buenas intenciones pueden naufragar en la burocracia.

¿Como habría que medir el éxito? No solo por la existencia de servicios, sino por su uso real, por cuántos pacientes reciben atención oportuna, por la continuidad de los tratamientos, por las tasas de recuperación funcional. Debemos pasar de contar psicólogos a contar historias de sanación. Cada vida rescatada del abismo es una inversión social que reverbera en hogares, escuelas, comunidades.

No podemos obviar que factores sociales, económicos y ambientales inciden directamente. La pobreza, la desigualdad, el desempleo, la violencia, el conflicto y el cambio climático actúan como detonantes de malestar psicológico. Una política de salud mental que no actúe sobre esos determinantes se queda en parches sobre grietas profundas. En Colombia, esos detonantes son más intensos en regiones rurales y poblaciones marginadas.

La articulación intersectorial es indispensable: salud, educación, cultura, vivienda, justicia, medio ambiente deben conversar para generar entornos protectores. No basta con recetar antidepresivos: hace falta restablecer tejido social, contención comunitaria y espacios seguros para afrontar el dolor juntos. La salud mental tiene rostro humano y se construye en comunidad.

La mentalidad de emergencia debe persistir: frente a la magnitud del desafío no sirve la lentitud. La salud mental es urgencia global y también local. Los gobiernos, los medios, las universidades y las comunidades deben contagiar una cultura de cuidado constante, de escucha activa, de prevención cotidiana.

Este Día Mundial de la Salud Mental exige más que discursos: exige compromisos de largo plazo, inversiones tangibles, seguimiento estricto y un cambio de paradigma que desplace la idea de lo mental como accesorio hacia lo esencial. En ese tránsito, Colombia tiene la oportunidad de demostrar que cuidar el alma de su gente no es un lujo, sino una prioridad como sociedad.

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