El guardián está en casa ¿Qué está pasando con nuestros jóvenes?
“Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes de que lleguen los días malos y vengan los años en que digas: «No encuentro en ellos placer alguno»; antes de que dejen de brillar el sol y la luz, la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes después de la lluvia. Un día temblarán los guardianes de la casa y los fuertes caminarán encorvados; se detendrán las que muelen por ser pocas, y verán borrosos los que miran por las ventanas”. (Eclesiastés 12: 1-3)
01:52 p. m.
Créanme que no puede existir cita más apropiada que la anterior. Voy a decirlo de manera sencilla pero directa: nos olvidamos de la formación del hogar, de los valores y principios de la casa porque ya no son útiles y, aún peor, nos olvidamos de Dios, porque el mundo moderno cree equivocadamente que Él ya no es necesario. Por lo menos, esto es lo que creen ahora muchos de nuestros jóvenes. Y vamos a ver: hoy la comunicación de padres e hijos se hace a través del WhatsApp. Alguna vez un amigo me dijo: “Es que es más fácil hablar con mi hijo por el celular” y yo le pregunté: ¿y el diálogo, el verdadero diálogo, el que se hace mirándonos a los ojos? “No había pensado en eso, me respondió, porque yo creía que uno puede hasta reprenderlos con mensajes de voz”. No es verdad, el diálogo auténtico es el que hace cara a cara, porque aun si es duro o doloroso, es sincero; puede ser fugaz, pero siempre quedará un eco, una enseñanza, ¿producto de qué? De la autoridad bien ejercida y de la experiencia vivida.
Desde luego, me refiero a episodios desgarradores como el que ocurrió el pasado 31 de octubre, el que terminó con la vida de un estudiante universitario de veinte años en una calle de Bogotá golpeado brutalmente por otros dos jóvenes luego de que salieron de un bar en el sector de Chapinero. Sin importar la causa de la rencilla ––si la hubo––, la intolerancia salvaje de quienes provocaron su muerte nos deja sin aliento.
No pretendo dar lecciones morales, pero nosotros los papás somos los primeros responsables de la guardia de nuestros hijos, particularmente cuando son jóvenes, porque están madurando y es muy probable, casi seguro, que se equivoquen en las decisiones que toman por impulso, por presión del grupo, o porque sí, porque así es la juventud.
Un artículo de Unifcef señala que “Los adolescentes tienen capacidades intactas para razonar, tomar decisiones, planificar y tener otros modos de pensamiento y comportamiento. Sin embargo, aunque reconozcan racionalmente el bien del mal, estas capacidades pueden ser interferidas con mucha facilidad por sus emociones o por las influencias de otras personas. Los entornos en los que se dan la toma de decisiones y un estado emocional alterado pueden llevarlos a realizar actos peligrosos, inapropiados, o actuar irresponsablemente. Los adolescentes son más propensos a correr riesgos si creen que sus compañeros los están observando”.
Las tres claves científicas para comprender el fascinante cerebro adolescente son la dopamina, un neurotransmisor que activa los circuitos del aprendizaje rápido y la gratificación; la oxitocina, la hormona que regula las relaciones sociales; y la cerotonina, otro neurotransmisor que puede aparecer desregulado en la juventud y que explica el estado cambiante de los jóvenes, pero ojo: sus bajos niveles pueden relacionarse con sentimientos como la soledad, la depresión o la agresividad. Dopamina, oxitocina o cerotonina, lo cierto es que los jóvenes, como alguien dijo por ahí, son más amígdala que razón. Y es obvio, es la etapa que los puede convertir en genios o en demonios.
Así sucede en la miniserie “Adolescencia”, de Netflix, donde se insinúan sesgos de misoginia o de tendencias “incel” (por la expresión inglesa “celibato involuntario”), hombres incapaces de concebir una relación sexo-afectiva con una mujer, y se plantea también la influencia de redes sociales, pero nadie sabe a ciencia cierta por qué. Ni la policía, ni la psicóloga que atiende el caso, ni los profesores ni, mucho menos, los padres logran descifrar qué hay en la mente del joven acusado del asesinato de una compañera de colegio. Ocurre algo similar en “Magnetizado” (Anagrama, 2018 y 2025), la extraña novela policiaca del argentino Carlos Busqued, que describe el asesinato en serie de cuatro taxistas en idénticas circunstancias que conmovió a Buenos Aires en 1982. La narración es tan cruda como la misma confesión del asesino, “un muchacho raro y taciturno que admitió lo crímenes sin incoherencias, sin delirios y sin indicios de estar loco; sin embargo, el acto mismo era lo loco”, ¿la locura de una personalidad anómala, producto de qué? Esta es la pregunta clave.
El asunto es tan antiguo como inquietante, pero la causa podría ser la misma. La novela del estadounidense J. D. Salinger, “Un guardián entre el centeno”, publicada en los años cincuenta, causó escozor en su momento porque fue interpretada como una apología del crimen, pero otras miradas la han puesto en un lugar más adecuado. Este libro refleja la desmesura del adolescente Holden Cauldfiel en una Nueva York a donde huye por unos días antes de que sus papás se enteren de que ha sido expulsado del colegio. Allí se entrega a vagar por la ciudad en busca de sí mismo, pero luego de experiencias sexuales y violentas, todas desagradables, se da cuenta de que no encaja con nada ni con nadie. ¿Incomprensión?, tal vez; ¿falta de orientación, sentimientos de frustración y soledad?, posiblemente; ¿rebeldía?, sin duda. Pero el mejor resumen de esta historia es la “crisis de identidad”, algo casi natural a su edad. El desenlace de la obra de ficción anclada en la realidad del núcleo familiar me parece significativo. El joven regresa sigilosa e irremediablemente a su casa paterna, una especie de hijo pródigo que no reclamó ni se gastó la herencia sino el tesoro de unos días de su juventud para darse cuenta de que en casa, a pesar de la rigurosidad de sus padres, estaba el amor de su hermana Phoebe y probablemente la alegría de volver a sentirse en un hogar.
A propósito hay otra novela, más contemporánea, “En casa” (Galaxia Gutemberg, 2012) de Marilynne Robinson, también autora norteamericana. Sus editores la resumen así: “Glory, de treinta y ocho años, ha regresado al hogar familiar para cuidar a su moribundo padre. Al cabo de poco tiempo, su hermano Jack, hijo pródigo que ha estado fuera veinte años, vuelve a casa en busca de refugio y tratando de reconciliarse con un pasado marcado por las preocupaciones y el dolor. Mal chico desde su infancia, ladrón, alcohólico incapaz de conservar un empleo, vive perpetuamente enfrentado a todo lo que le rodea y, en especial, al tradicionalismo de su padre; aunque brillante y encantador, sigue siendo el hijo más querido del Reverendo Boughton. Mientras su padre vive sus últimos días, Glory y Jack establecerán una intensa relación”.
Yo agregaría que lo que salva a Jack, a pesar de la rigurosidad paterna, es precisamente la gran herencia de la fe que se aloja en el corazón del joven como un regalo de Dios que su padre ha sabido legar. Otra vez, el adolescente que cargado de sus errores y dudas en busca de su identidad regresa a casa, porque a pesar de los defectos, que también los hay, encuentra lo que no consigue entre sus amigos, por más buenos que sean, menos en las calles y mucho menos en los bares. Y aunque luego se vuelva a ir de casa, se irá equipado con el escudo de la fe, los valores del hogar y el amor de los suyos que, cuando menos, lo harán pensar dos veces al momento de tomar temerarias decisiones.