Los perdedores del Mandela

En el barrio Nelson Mandela de Cartagena el deporte es una opción a las drogas y la violencia. Historia de dos triunfadores que terminaron por perder.


El fútbol es una alternativa a la violencia y la pobreza, pero las oportunidades son pocas. Foto: Joaquín Sarmiento / Fnpi

Noticias RCN

julio 17 de 2015
03:13 p. m.
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Adolfo Ochoa Moyano/NoticiasRCN.com
* Arcelio patea el balón y una nube de polvo colorado se levanta a la altura de sus rodillas. Gol, desde luego. Aunque fue una pegada maravillosa, celebra sin sonreír y patea de nuevo. Esta vez la pelota se va desviada lejos del arco. Un niño flaco de unos doce años con el que Arcelio ha estado jugando un partido de fútbol por un rato corre detrás y se la regresa con un golpe de sus pies descalzos y llenos de mugre.
El suelo bajo los pies de Arcelio es una polvareda que no tiene nada qué ver con una cancha de fútbol: no hay una brizna de hierba y detrás del campo no hay tribunas para el público, hay basura regada y el polvo colorado parece extenderse hasta el horizonte mismo.
Pero aun así, el chico flaco y Arcelio juegan fútbol allí cada domingo casi sin falta. Arcelio tiene que trabajar en una compraventa en la que tiene turnos de dos semanas de día y dos semanas de noche, entonces el balón y la cancha ya son una especie de lujo para él. Como el pasto parece un lujo para la cancha donde juegan.
También están sus hijas y su esposa. El tiempo para ser el volante izquierdo que apodan el 'Messi costeño' porque puede darle a la pelota igual de bien con la pierna derecha o con la zurda es menor y menor cada vez.
Dice que ahora está pesado y barrigón. Que no puede correr tanto como solía. Es verdad. Parece que cargara una almohada debajo de la camiseta que tiene cosido el escudo del Junior, el equipo de sus pasiones, justo sobre su corazón.
Tiene la piel color canela y los ojos amarillos, como de serpiente. Tiene 24 años pero parece mucho mayor, con las piernas gruesas como troncos de árbol que se le ven salir de los pantalones cortos. La ropa le queda muy estrecha, como si fuera de alguien dos veces más pequeño que él. 
Su cara es una máscara que no deja entrever qué siente, pero cuando habla de fútbol la mirada se le ilumina como si tuviera unos raros luceros amarillos en la cara.
Son las diez de la mañana de un miércoles, su hija de dos años se abraza a su pantorrilla y él sonríe. El sol quema. Sus ojos siguen brillando mientras mira el horizonte rojo por el polvo aunque sabe que debe irse a trabajar y pronto deja de sonreír.
Dos Mandelas
En otro lado, lejos de la cancha de tierra, lejos de Arcelio y lejos del chico flaco que juega fútbol sin zapatos, está Jorge Arturo Julio, el hombre de los tres nombres que habla tan rápido que parece como si, en vez de uno, en realidad fuera tres hombres a la vez, uno por cada nombre.
Jorge Arturo Julio habla como disparando un arma en un duelo: habla al tiempo de su esposa y un proyecto laboral que ella tiene, de la isla del Caribe en la que nació su papá, habla de cuando se ganaba la vida limpiando dientes de desconocidos y de los pagos al banco por el préstamo que le dieron para la moto que compró, habla de su hija, del calor, de sus amigos de años atrás.
Pero sobre todo habla de jugar fútbol.
Igual que Arcelio tiene 24 años y tampoco los aparenta. Mientras Arcelio parece mucho mayor, Jorge Arturo Julio parece tener apenas 20, con los músculos definidos, la piel oscura pero brillante y una expresión de juvenil inocencia en la mirada. Lleva una manilla alrededor de la muñeca derecha con el nombre de una mujer. Sonríe mucho y deja ver la línea de dientes muy blancos detrás de sus labios del color del chocolate.
Años atrás también se pasaba hora tras hora de muchos de sus días en esa cancha del barrio Nelson Mandela, de Cartagena, igual que Arcelio. Y también igual que Arcelio, mientras estaba allí pateando una pelota mal inflada, sin zapatos, sin camiseta con número en la espalda, bajo el sol implacable, se imaginaba lejos, en un estadio de esos de Europa.
Por esos días, cuando todavía jugaba fútbol a diario, se imaginaba como Juan Pablo Pino, un tipo que fichó por el Bastia, de la Liga 1, de Francia y que solía ser su vecino.
Dice que no sueña con ser adinerado y famoso como Pino, pero enseguida se ríe y dice que tampoco estaría mal ganarse la vida haciendo eso que uno de verdad ama, y al tiempo tener un carro bonito, una finca grande para pasar vacaciones. 
Pero, sobre todo, por encima del dinero, de la fama, de los viajes y los autógrafos, de los aplausos en estadios europeos, el fútbol para Jorge Arturo Julio significó una salida, una puerta de escape, una manera de no vivir más allí en el barrio Nelson Mandela de Cartagena de Indias. 
Y es que el Mandela es una enorme ironía que empieza por su nombre. Mientras Nelson Mandela el hombre es un símbolo de libertad y lucha por la igualdad; Nelson Mandela el barrio es su antónimo: es una zona peligrosa, irregular, pobre, olvidada.
Las calles del Mandela no tienen pavimento. Sus casas son de todos los colores y tamaños, están apiñadas sin orden alguno una al lado de la otra. Unas tienen rejas, otras no tienen ventanas. Unas tienen cortinas en lugar de puertas, unas tienen baldosas en el suelo, otras están paradas sobre el barro. 
Y afuera de esas casas hay pandillas, armas de fuego, cuchillos, marihuana, basura, polvo rojo, perros flacos y sucios, gatos tuertos, niños, un colegio, una enorme cancha sin pasto para jugar fútbol, un río con agua sucia.
Según cálculos oficiales de la Alcaldía de Cartagena, en el barrio viven 45.000 personas, distribuidas en 24 zonas. Según cálculos no oficiales, de esos que dan los vecinos, entre esos 45.000, 300 son pandilleros, distribuidos en 11 grupos, dedicados a robar, extorsionar, traficar drogas y que están enfrascados desde hace años en una guerra control de cada una de sus áreas de influencia.
Arcelio y Jorge Arturo nacieron allí, en medio de esta tormenta perfecta de violencia y ausencia estatal: solo cuatro policías se encargan de la seguridad de esas 45.000 personas y de garantizar que los 300 pandilleros no se peleen entre ellos con piedras, palos, cuchillos, destornilladores, machetes y con armas de fuego.
Por eso el fútbol fue el gran premio, la oportunidad de no estar allí, arriesgando el pellejo todos los días, de no tener que vivir con la sensación constante de desasosiego que cubre al barrio, igual que lo hace el polvo rojo que nunca se va. Arcelio y Jorge Arturo estuvieron a punto de cabalgar la ola fuera del mar de desesperanza que puede ser el Nelson Mandela, pero esta no es una de esas historias con un gran final feliz.
El fútbol o la salida de emergencia que no sirve
Tiene que irse pronto a la compreventa en la que trabaja, pero parece querer aprovechar cada segundo en la cancha. Mientras juguetea distraídamente con el balón medio desinflado en la tierra, Arcelio recuerda cuando estuvo por tres semanas probándose ante Carlos 'El Piscis' Restrepo, el legendario entrenador de la Selección de Fútbol Sub-20 de Colombia que le dio a su equipo el Campeonato Suramericano en 2013.
Para contar cómo fueron esos días finge que corre, mueve los brazos, señala lejos. Dice que allá le mandaba el balón 'El Piscis' y que él tenía que correr para recuperarlo y volver con él. Durísimo, dice, pero rendí bien y le brillan los ojos amarillos como de serpiente que tiene. 
Pasó allí mismo, en el Mandela, en ese remedo de cancha de fútbol. Se quita la gorra negra con un gesto tímido, como para disimular que está presumiendo de su velocidad, pero se le nota orgulloso de cómo se portó ante el 'Piscis'. Los niños descalzos que juegan en con él los domingos, y que están allí de pie junto a él, lo miran y yo creo que lo que veo en los ojos de esos pequeños es admiración.
Y es que Arcelio, el que hoy está gordo y pesado pudo probar sus capacidades ante un gran entrenador porque de verdad tiene talento para el balón. Ese chico del Mandela, que hoy es papá de dos niñas de dos y cuatro años, llegó al radar del 'Piscis' porque ya estaba jugando con equipos de la categoría B del fútbol colombiano. En 2008 fue lateral izquierdo del Bucaramanga y le ofrecieron un contrato por $850.000 cada mes durante un año. Así de bueno era.
Pero como si el destino trágico del Mandela lo persiguiera sin importar qué tan lejos fuera, le dijeron que esos $850.000 solo le podrían ser pagados cada cuatro meses porque el equipo tenía graves líos económicos. ¿Quién vive con eso en una ciudad que no conoce, en la que se está solo?, me pregunta. Yo no sé qué responder.
Así que tras apenas un mes en Bucaramanga tuvo que regresar a Cartagena con sus sueños rotos, a la cancha de polvo y tierra. A trabajar en lo que fuera para mantenerse, aun sabiendo que era un diamante en bruto que sabía tanto de fútbol que podría brillar igual que los grandes si le dieran la oportunidad. 
De regreso al Mandela dejó de jugar. Con lo que trabajaba se pudo pagar unos semestres de estudio. Hizo la mitad de un curso de cinco años de preparador físico, pero como la vida no para, en ese tiempo se casó, se divorció, luego se casó de nuevo y nació su primera hija. Y el fútbol, deporte de hombres jóvenes, empezó a desaparecer de sus planes con cada nuevo cumpleaños. Lo que pudo haber sido no fue y ganó él peso, perdió agilidad, perdió su oportunidad.
Jorge Arturo Julio hizo un camino similar y llegó más lejos todavía. Logró hacerse un titular infaltable en los equipos Tres Estrellas y Expreso Rojo de Cartagena. Antes de los 18 años ya había competido en una veintena de ligas nacionales y había llamado la atención del 'profe' Víctor Montaño, que entrenaba la Selección Bolívar.
El hombre que tiene tres nombres cuenta que desde pequeño sabía que no quería hacer parte del círculo vicioso de las pandillas: muchachos que no estudian y que pasan sus días peleando entre sí, robando, fumando marihuana. Y que el fútbol fue la llave para abrir la puerta a un futuro distinto. Por eso madrugaba todos los días y antes de ir al colegio se iba a correr, a disparar al arco, a dominar el balón, todo antes de que saliera el sol. 
Jorge Arturo Julio no fue el único que vio en el deporte un chance de sacudirse el signo terrible que es nacer en el Mandela, pero no muchos otros contaron con su suerte, porque en esa cancha de polvo y basura donde se entrenó él, muchas veces los partidos terminaban en trompadas, pedradas y peleas enormes porque coincidían en el terreno pandilleros rivales que pronto pasaban de los pases del balón a los puños. En el Mandela alguien te puede agujerear solo por estar en el sitio equivocado.
El muchacho sabe que la situación de las pandillas no ha sido fácil y por eso eligió el fútbol. Entre 2006 y el 2015, al menos 10 vecinos del barrio han muerto por culpa de las pandillas pese a que nada tenían que ver con ellas. 
Gladys, una líder comunal de uno de los 24 sectores del Mandela recuerda sus nombres y las fechas de sus muertes. Recuerda, en algunos casos, quien los mató y si el responsable sigue vivo o está también muerto.
Recuerda una vez que una chica embarazada estaba en casa viendo televisión cuando una bala perdida le atravesó el ojo izquierdo y se alojó en el cerebro. Afuera había gresca y alguien disparó, quién sabe quién, solo cuatro policías son responsables de combatir estos hechos. 
Otro día un hombre murió luego de que regresaba a su casa después de ir al mercado. Iba por la calle cuando empezó a llover y quedó en la mitad de una pelea entre pandillas. Llevaba un machete y trató de defenderse pero alguien le abrió la barriga con un cuchillo. En el Mandela, alguien puede abrirte la barriga solo porque está lloviendo.
Por eso es que, en parte, Arcelio y Jorge Arturo Julio dicen que aman el fútbol. Los dejó soñar con haber sido estrellas y no parte de un grupo de chicos que se intentan matar cada que llueve.
Jorge Arturo Julio no deja de sonreír. Mientras habla de su paso por la Selección Sub 20 del departamento de Bolivar se ríe. Cuenta que allí se granjeó una reputación de crack. Dice que juega como brasilero, así como bailando, moviendo la cintura, dejando rivales atónitos con la ligereza de sus pies. 
Por eso llegó al Real Cartagena y cada jueves iba al estadio Jaime Morón de la capital de Bolívar donde jugaba con futbolistas de la categoría A. Partidos contra el Junior, partidos en los que se jugaba no a meter goles sino a que alguien se fijara en él y le pusiera a jugar en donde él creía que debía estar, allí, en el Morón, en la A como los grandes.
Un día, al fin, la suerte le devolvió la sonrisa y lo llamaron para probar en el Fortaleza en Bogotá. La alegría, igual que la de Arcelio, duró poco. Su mamá le prometió regalarle el dinero del pasaje, pero nada más. Necesitaba guayos nuevos, seguro de vida. Ni hablar de transporte y de comida. Necesitaba un techo en alquiler en una de las ciudades más caras de Latinoamérica.
Así que se rindió. ¿Qué más le quedaba? Para la próxima, se dijo. Si lo hizo una vez, lo podría volver a hacer, después de todo por esos días era un niño apenas y el talento no se le iba a agotar pronto. 
Entonces buscó empleo, ya sabía que iba a necesitar efectivo para el día que lo volvieran a llamar. Cargaba cajas en una bodega y se mantenía en forma así. Con el tiempo que le quedaba libre estudió en el Sena y se hizo higienista oral, aunque no sabe explicar bien la razón de escarbar en la boca de otros cuando su amor verdadero era el fútbol. 
Sonríe y saca de la billetera un carné sucio, negro ya y viejo. Está allí, en foto, sonriente. La prueba de que estudió en el Sena y que no es otro muchachito que no puede con los obstáculos que se le ponen enfrente. Dice que estudió porque sabe de gente que se hace famosa jugando al fútbol pero un día se lesiona y hasta allí llega, dice que él no quería eso para él.
Pero el día nunca llegó. No lo llamaron de nuevo a jugar. Nadie se fijó otra vez en su estilo de juego a lo brasilero. No regresó jamás al estadio Jaime Morón y nunca llegó a la A.
Entonces compró una moto. Para hacer viajes. Lleva gente y trae gente por esos caminos de tierra y le pagan por eso. Hay quienes lo reconocen y le preguntan que si él no jugaba en el Real Cartagena hace años, recuerdan que él es el muchacho que iba a ser como el nuevo Pino, ese que antes vivía en el Mandela y que ahora juega en Francia. Lo felicitan y hay quienes le pagan unos pesos de más por la carrera en su mototaxi.
Sonríe y dice que está bien, que ya ha aprendido a vivir con la idea de que fracasó en el fútbol. Que ya no lo va a lograr jamás. No tiene el estado físico, no tiene los contactos, no tiene el dinero. Aunque nunca está quieto, ya no se mueve: está casi siempre estático, en su moto, por eso su cuerpo ya no es el mismo, ya no es el cuerpo de un futbolista, está oxidado, pero pese a todo en su cabeza él jamás será otra cosa que un jugador de fútbol. 
Igual que Arcelio ahora tiene una hija, una esposa. Ya no es una estrella del deporte, es solo otro muchacho que nació en el barrio Nelson Mandela y que cometió un error: soñó con demasiado.
El teléfono suena y Jorge Arturo Julio contesta. Dice que claro, que él va, que agarra la moto y que llega. Cuelga, me pide disculpas y sonríe. Se tiene que ir, lo invitaron a jugar. Lo invitan siempre y cuando hay que poner el dinero para el árbitro o el agua a él no se le cobra. Le regalan el agua y le llevan guayos cuando no tiene. 
Al menos, pese a todo, pese a que sigue allí entre las pandillas, el  polvo y la pobreza, tiene ese gran privilegio. Pienso que al final el chico no está tan mal y aunque fracasó es, de alguna manera, un verdadero ganador. Me alegro por él, se lo merece.
* Texto realizado en el taller de crónica de Jon Lee Anderson de la FNPI.
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