De la transición al apagón: el cortocircuito del cambio
Un año sin decisiones, proyectos paralizados y subsidios impagables. Colombia, rica en agua, viento y carbón, enfrenta el riesgo de apagarse por falta de dirección. La transición energética se volvió un discurso sin corriente.
05:14 p. m.
La Contraloría General acaba de confirmar lo que el país sospechaba: el Gobierno lleva un año sin mover un solo dedo para evitar el racionamiento eléctrico. En su carta del 4 de noviembre, el contralor Carlos Hernán Rodríguez advirtió al ministro de Minas y Energía, Edwin Palma, que la falta de planeación “pone en riesgo la seguridad y confiabilidad del sistema eléctrico nacional”. Es decir, el país podría enfrentar apagones por omisión del Gobierno. El contralor le recordó al ministro algo tan básico como incómodo: la seguridad energética no se improvisa.
Los hechos son contundentes. La producción de hidrocarburos cayó 4,23%, las exportaciones de petróleo se redujeron 5,9%, el recaudo por regalías bajó 15%, y la deuda por subsidios a los servicios públicos supera los 2,8 billones de pesos. Hay proyectos de energía (hidroeléctricos, eólicos y solares) con demoras y miles de barreras en licenciamiento ambiental que truncan la transición energética, sumado a que, si el fenómeno de El Niño se prolonga y las reservas hídricas caen por debajo del 60%, el país no tendría cómo compensar la demanda. En palabras simples: se está agotando la energía, la plata y la paciencia.
El diagnóstico advierte que, de seguir así, Colombia tendrá que importar gas y combustibles a precios más altos que los nacionales, lo que golpeará de lleno a los hogares más vulnerables. El país que produce agua, carbón y viento terminará comprando energía como quien compra velas en un apagón. Mientras tanto, el Ministerio de Minas y Energía sigue sin concretar un plan serio de diversificación de fuentes, ni una infraestructura robusta de transmisión y almacenamiento. Un año entero después de la advertencia inicial, no hay hoja de ruta, ni cronograma, ni decisiones. El Gobierno lleva un año atrapado en debates ideológicos mientras el sistema eléctrico se debilita. La Unidad de Planeación Minero-Energética (UPME) alertó desde mediados de 2024 que los proyectos del Caribe (como Jepírachi, Alpha y Beta, en La Guajira) estaban paralizados por falta de coordinación interinstitucional y ausencia de garantías jurídicas. La transición energética se volvió un eslogan sin ejecución.
Lo más grave no es solo la amenaza técnica de un apagón, sino el impacto humano y social que esta negligencia puede tener sobre millones de colombianos. Cada vez que sube la tarifa de energía (como ha ocurrido con aumentos de más del 12% en promedio los últimos años) el efecto se siente directamente en la canasta familiar: en el costo del arroz que depende del riego eléctrico, en la factura del tendero del barrio, en la refrigeración de los alimentos, en los servicios de hospitales, colegios y comercios. En el Caribe, donde la electricidad cuesta hasta un 30% más que en Bogotá y otras regiones, los apagones son parte del paisaje.
La crisis también toca la productividad y el costo de la inacción puede ser gigantesco. Un racionamiento, como el de 1992, reduciría el PIB en al menos 1,5 puntos porcentuales y afectaría millones de empleos en manufactura y comercio. Además, comprometería la confianza de los inversionistas en un país que ya registra fuga de capitales y una caída del 31% en inversión extranjera directa en el sector minero-energético.
Para una economía intensiva en electricidad (desde panaderías y frigoríficos hasta talleres y fábricas) una sola hora de racionamiento puede significar pérdidas de hasta $200.000 millones, dependiendo del alcance del corte y del sector afectado. En paralelo, 55% de los proyectos de transmisión presentan retrasos, lo que estrecha los márgenes operativos y vuelve más frágil el sistema ante choques. Cuando la energía se va, no solo se apagan las bombillas: se detiene la caja del comercio, se paran las líneas de producción y se encarece la vida diaria de millones de familias y emprendedores.
El campo tampoco se salva de la tragedia. Sin energía estable, los sistemas de riego fallan, los alimentos se dañan antes de llegar a los mercados y la competitividad se marchita. Mientras la narrativa oficial insiste en una “transición justa”, la realidad rural sigue conectada con diésel, no con paneles solares. El país, que ha recibido más de 18.000 comunidades interesadas en participar en el programa Comunidades Energéticas, no ha puesto en marcha una fracción significativa de los proyectos anunciados. No hay líneas de transmisión nuevas desde La Guajira, ni almacenamiento suficiente, ni inversión privada asegurada.
Lo paradójico es que el problema no es la falta de energía, sino la falta de dirección. El informe de la Contraloría lo resume sin eufemismos: “No hay claridad respecto a la diversificación de fuentes de energía ni a la existencia de una infraestructura robusta.” La gestión estatal parece haber confundido el discurso climático con la planeación técnica. En nombre del cambio, el Gobierno dejó de explorar nuevos yacimientos, pero tampoco aceleró las energías limpias. Resultado: menos producción nacional, más importaciones, menos autonomía y más deuda. La transición, que debía ser un salto hacia el futuro, se volvió un salto al vacío.
Las consecuencias fiscales también se sienten. Con ingresos petroleros a la baja, el Estado debe destinar recursos adicionales para subsidiar servicios públicos sin tener cómo financiarlos. Cada peso que se va a pagar la luz o el gas es un peso menos para educación, salud o inversión territorial. Además, las regalías han caído un 21%, afectando a departamentos productores como Meta, Casanare y La Guajira, que dependen de esos recursos para sus programas de energía y desarrollo local.
Mientras tanto, el ministro Palma insiste en que la solución será la llamada “Ley de Tarifas”, un proyecto que según sus críticos no resuelve el problema estructural de oferta energética, sino que busca intervenir precios a costa de la estabilidad del mercado. No es casualidad que 14 gremios de energía y gas le hayan pedido al Gobierno “medidas urgentes” distintas a ese proyecto. Para ellos, insistir en la ley es una distracción peligrosa frente al riesgo real de racionamiento y a los cuellos de botella en generación y transmisión. Aun así, Palma anunció que pedirá mensaje de urgencia en el Congreso para acelerar su aprobación, desestimando la carta de los gremios.
En el fondo, lo que la Contraloría describe no es una crisis energética, sino una crisis de Estado. Un Gobierno que no prevé, que no coordina y que no escucha a sus órganos de control está jugando con fuego, o peor, con apagones. La energía debe gobernarse con técnica, planeación y responsabilidad. El país no necesita más leyes de tarifas y discursos sobre soberanía: necesita gestión, planificación y liderazgo real. Necesita una política energética que entienda que sin luz no hay productividad, sin productividad no hay empleo y sin empleo no hay bienestar. Un país sin energía es un país que se apaga, literalmente. Y un gobierno que ignora las advertencias de su propio órgano de control está eligiendo caminar hacia el apagón con los ojos abiertos.