La ley contra el ruido, sin mucho ruido
El ruido de los vecinos en Bogotá ya no solo molesta: genera más de 86 mil reportes al 123 en solo tres meses.
04:10 p. m.
En contravía a los apacibles años de la radio, cuando se escuchaba y se disfrutaba, incluso de programas como “La ley contra el hampa”, hoy, en estas épocas ruidosas, en todos y para todos los sentidos, la Ley contra el Ruido, recientemente aprobada por el Congreso de la República, parece justamente lo contrario a lo que estoy evocando, una ley para reconvenir amablemente a vecinos ruidosos y no para luchar contra verdaderos hampones.
Para quienes creen que estoy exagerando, aquí les dejo las cifras que arrojó un sondeo del primer trimestre del 2025 en varias localidades, según la Secretaría de Seguridad de Bogotá: 86.829 reportes al 123, o sea, quejas de personas y familias desesperadas por el ruido de sus vecinos inconscientes o cínicos a quienes nos les interesa la sana convivencia. Nos informan que Suba, Kennedy y Engativá son las más escandalosas con toda clase de ruidos, incluidas las ventas callejeras y los escándalos, y nos mencionan otras categorías por bares y tabernas en Chapinero y Chicó, aledañas a la Zona Rosa, nos agregan que los domingos son los días más terribles por peleas familiares. Muchas gracias por los datos, pero no son suficiente. No bastan las estadísticas, ¿dónde están las acciones? Los reportes aumentan exponencialmente, como si las normas y las autoridades no existieran. Un reciente informe periodístico del diario El Tiempo habla de “Activos x el ruido”, un colectivo de vecinos que ya no saben qué más hacer para que les paren bolas.
Esta columna es sobre libros. Y claro, la literatura no escapa a contenidos que nos cuentan cosas de los malos vecinos. Para reflexionar voy a referirme a tres de ellos. Las catilinarias, aquellos alegatos de Cicerón contra Catalina, su congénere en el senado romano, hicieron carrera hasta nuestros días para referirse no sólo a personas que conspiran contra un imperio sino a lo balurdo y ordinario, mejor dicho a los que atentan contra la tranquilidad de una manzana, un barrio o una comunidad entera. Por esto la novela se llama “Las catilinarias”, los alegatos de una pareja que se retira a vivir en la casa de sus sueños, y por la que trabajaron toda su vida, en un apacible paraje rural cerca de un pueblo cualquiera en Europa, pero se tropiezan con un vecino metiche que toma por hábito visitarlos todos los días sin falta y sin que lo hayan invitado. Lo paradójico de esta formidable novela de la escritora belga Amélie Nothomb es que Bernardin, como se llama el insidioso personaje, es además de indeseable un hombre extremadamente callado que se adueña de un sillón, todos los días a las cuatro de la tarde, para esperar a que le den café y responder apenas con monosílabos. Las estratagemas de la pareja de esposos por quitarse ese pegote de la sala de su casa pasan por la cortesía, la evasión y hasta la ironía. Hay escenas memorables en el libro, como esta donde los desesperados anfitriones reflexionan sobre su situación:
-¿Crees que tenemos la obligación de abrir la puerta?
-La ley no nos obliga a abrirle la puerta. Es la buena educación la que nos lo impone.
-¿Y estamos obligados a ser educados?
Aunque la esposa insiste en que es mejor llevarse bien con los vecinos, “porque es la costumbre”, su esposo, profesor de filosofía jubilado, reflexiona frente al comportamiento agresivo de su vecino, que por poco derriba la puerta a golpes, el día en que deciden no abrirle: “Es el colmo -dice el desesperado profesor- si la gente zafia se avergonzara de sus modales dejarían de ser patanes”. Entonces deben abrirle la puerta al intruso, y ahora energúmeno vecino, pero el profesor reacciona: “Me sorprendí así mismo pensando cuán maravilloso resultaría ser un patán. ¡Qué acierto: permitirse toda clase de indelicadezas y echar la culpa a los demás, como si hubieran sido ellos los que se hubieran comportado mal!”. Y no, no es una simple reflexión, es que el cinismo traspasa límites y, en este caso, el ofendido se guarda el enojo, perdona el agravio pero acumula, hasta que explota. Quiere culpar a quienes les vendieron la casa, y la esposa dice “¿Y sin nos hubieran dicho que la bodega estaba llena de ratas, habríamos desistido?, y el responde:
-Preferiría las ratas. Existen desratizadores, pero no «desvecinadores».
Sobra decir que, sin riesgo a hacer espóiler, la historia termina en tragedia.
La presencia incómoda de un indeseable al comienzo, y solo al comienzo, es silencio intruso, y el silencio incómodo y pesado hace tanto ruido como los gritos de la publicidad callejera o la música que un vecino quiere escuchar a tan alto volumen para que todos se enteren de que está alegre o despechado. Al comienzo es solo eso: ruido, pero con el paso del tiempo es odio. Una comunidad que se odia es una tragedia, una que se solidariza consigue cosas maravillosas a la manera de los compañeros de aventura en la “Autopista sur”, el cuento de Julio Cortázar, donde la sana convivencia, a pesar de que tienen diferencias, hace llevaderas las horas, y los días, de espera en un interminable trancón a las afueras de París.
Y pensar que todo inicia porque un vecino se cree más que los demás o a veces, también, porque se creen menos, como si Dios no nos diera a cada uno en medida justa y remecida. A esto se refiere el relato “Vecinos” del norteamericano Rymond Carver, un maestro de la narración de la vida cotidiana. Carver nos cuenta cómo la envidia carcome a una pareja que recibe las llaves del apartamento de sus vecinos mientras estos están de vacaciones, un voto de confianza convertido en pelusa o celos malsanos.
Si queremos evitar tragedias, hay que pasara de la letra a la acción. La ley 2450 del 2025 recoge las normas dispersas sobre contaminación acústica, crea mecanismos de vigilancia, faculta al Ministerio de Ambiente para definir protocolos y procedimientos técnicos, obliga a los a los alcaldes a hacer planes locales de gestión y a incorporarlos en el POT. También es vedad que la ley endurece las multas, desde los 800 mil pesos en casos moderados o severos y más de 48 millones en los más graves, pero de nada valdrán los mapas del ruido y los planes para mitigarlo si no se aplican las sanciones.
Si asociaciones como “Activos x el ruido” están interponiendo acciones en algunas localidades de Bogotá, ¿quiere decir que pueden más los frentes comunitarios que las autoridades? Es a los alcaldes y sus secretarios de despacho, a la policía, a los inspectores y a los jueces a quienes les corresponde aplicar justicia, antes de que nos suceda lo que advierte el proverbio bíblico: “No te hagas amigo de gente violenta ni te juntes con los iracundos, no sea que aprendas sus malas costumbres y tú mismo caigas en la trampa”.
El buen vecino podrá gritar, invocando al Chapulín Colorado: “No contaban con mi astucia”, ya hay una ley para aplicarles a los ruidosos; pero de nuevo, a la manera en que lo diría el mismo comediante: ¿y ahora, ¿quién podrá defendernos?