Constituyente NO

La idea de una constituyente impulsada por Gustavo Petro no es un ejercicio democrático ni una conversación honesta con el país.


Josías Fiesco
diciembre 29 de 2025
08:00 p. m.
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Es, ante todo, una maniobra política para agitar a sus bases, distraer de los incumplimientos y abrirle la puerta a una peligrosa reescritura de las reglas de juego.

No se trata de modernizar la Constitución ni de ampliar derechos; se trata de poder.

Ya se frotan las manos quienes el Gobierno llama “gestores de paz”, muchos de ellos responsables de la criminalidad que hoy ejerce dominio territorial. Pretenden convertir pactos frágiles y opacos en normas constitucionales, blindando beneficios e impunidad. Pero ni el tiempo ni el cuento les alcanza. Una constituyente exige, como mínimo, 18 meses de trámites, consensos y capital político. Nada de eso lo tiene hoy el petrismo, desgastado por una gestión errática y promesas incumplidas.

El Gobierno necesita mantener la calle agitada porque le falló al país que lo llevó al poder en 2022. Los estudiantes siguen esperando, los deportistas fueron usados como símbolo y olvidados, el sistema de salud está en crisis y los médicos trabajan en medio de la incertidumbre. Ante ese balance, la constituyente aparece como cortina de humo: ruido ideológico para ocultar resultados pobres.

Más grave aún es el mensaje que se envía al permitir que estructuras criminales, rebautizadas con eufemismos, participen en la redefinición del Estado. La criminalidad no puede escribir la Constitución. Los fusiles no pueden convertirse en argumentos. La sola recolección de firmas, en territorios donde manda el miedo, sería una presión inaceptable sobre la ciudadanía. Eso no es democracia; es coacción.

La Constitución de 1991 no es perfecta, pero ha sido el marco que permitió ampliar derechos, fortalecer la Corte Constitucional y garantizar equilibrios de poder. Desconocerla para imponer una visión ideológica es repetir la fórmula conocida de la izquierda autoritaria en la región: cambiar las reglas para quedarse. Hugo Chávez lo hizo, y las consecuencias para Venezuela están a la vista. Colombia no puede transitar ese camino.

Decir “no” a la constituyente de Petro, Cepeda, Catatumbo, Timochenko o Mordisco no es un acto de odio ni de miedo al cambio. Es una defensa serena del Estado de derecho. Es entender que las reformas se hacen dentro de la Constitución, no destruyéndola. Es recordar que el poder tiene límites y que esos límites protegen a todos, incluso a quienes hoy gobiernan.

A esta embestida ideológica debemos responder con firmeza cívica. Defender la Constitución del 91 es defender la democracia. Y la respuesta final debe darse donde corresponde: en las urnas, en 2026, con una derrota contundente del petrismo. Colombia no necesita una constituyente para corregir el rumbo; necesita un gobierno que cumpla, respete la ley y deje de jugar con el futuro del país. Constituyente no.

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