Un año delirante para la política colombiana
“Cuando eso ocurre, un país ya no está discutiendo su rumbo: está perdiendo el juicio.”
11:45 a. m.
El 2025 será recordado no como el año de las grandes transformaciones, sino como el momento en que la política nacional terminó de extraviarse. Gobernar dejó de ser un ejercicio de responsabilidad para convertirse en una sucesión de impulsos, gestos simbólicos y distracciones cuidadosamente calculadas. Lidiar con Gustavo Petro no ha sido enfrentar un proyecto coherente, sino administrar su estado de ánimo. Los Consejos de Ministros televisados, más cercanos a una catarsis pública que a un espacio serio de toma de decisiones, confirmaron que el micrófono pesa más que el resultado.
A falta de gestión, llegó la narrativa. La evocación constante de Gabriel García Márquez, la obsesión con el último Aureliano, la espada de Bolívar desenvainada como fetiche ideológico y la bandera de “libertad o muerte” agitada sin contexto ni responsabilidad sirvieron para construir una épica artificial que pretende ocultar la improvisación. Cuando el gobierno empezó a naufragar, apareció la amenaza recurrente de una Constituyente, no como una solución real a los problemas del país, sino como un recurso para tensar la democracia, dividir a la sociedad y mantener vivo el relato de una revolución inconclusa.
En política exterior, el país quedó a merced de los arrebatos presidenciales. Crisis diplomáticas innecesarias, declaraciones incendiarias y una relación con Estados Unidos deteriorada no por estrategia, sino por impulsividad, terminaron por consolidar la imagen de un presidente pirómano que disfruta encender conflictos sin medir las consecuencias. Colombia dejó de ser un socio predecible para convertirse en un actor incómodo y errático.
Y quizás lo más vergonzoso de todo fue el silencio cómplice del presidente frente a la dictadura de Nicolás Maduro, contrastado con el ataque sistemático contra María Corina Machado, Nobel de Paz y símbolo de la resistencia democrática venezolana. La defensa de los derechos humanos volvió a ser selectiva, ideológica y oportunista.
El discurso del cambio tampoco resistió la prueba del poder. La reforma a la salud terminó siendo un Frankenstein normativo, mal diseñado y ejecutado a decretazos. Se demostró que la compra de congresistas y las viejas prácticas que el petrismo juró desterrar fueron la táctica para aprobar las primeras reformas. El escándalo de corrupción en la UNGRD confirmó que el problema nunca fue el sistema, sino la hipocresía con la que se lo criticaba cuando eran oposición.
La llamada paz total fracasó sin atenuantes. Además de no reducir la violencia, expuso zonas grises inadmisibles entre el Estado y los grupos armados. Las revelaciones sobre la cercanía del DNI con disidencias de las FARC terminaron de borrar la línea entre negociación y complicidad. A esto se sumó la incapacidad básica de filtrar a los propios funcionarios: una joven que falsificó su hoja de vida se convirtió en el símbolo perfecto de un gobierno donde la narrativa importa más que la idoneidad.
Mientras tanto, la política colombiana entró en una fase abiertamente delirante. Decenas de aspirantes presidenciales compiten por atención en un país fiscalmente quebrado, mientras el Congreso sigue aprobando leyes que ordenan gasto, y el gobierno decreta el salario mínimo por las nubes como si el déficit fuera una opinión y no una realidad. El populismo dejó de ser una estrategia electoral para convertirse en un reflejo automático del sistema que desprecia la democracia.
Pero 2025 no solo fue un año de absurdos. También fue un año trágico. El magnicidio de Miguel Uribe Turbay nos regresó en el tiempo, incluso a épocas desconocidas para muchos de nosotros. Los criminales ganaron espacio y Uribe Turbay fue una de las cientos de víctimas que cobró la violencia este año.
Para completar el cuadro, el país observa cómo abogados que han defendido bandidos y criminales ahora se presentan como “salvadores de la patria”. Al parecer en Colombia, el cinismo no inhabilita, postula. En contrapeso, el continuismo de Petro está cohesionado y tienen candidato, la alternativa de una derecha sensata sigue difusa, mientras que el centro político sigue extraviado en el ajedrez electoral.
Uno quisiera creer que no todo puede ser malo. Pero 2025 fue el año en que la política colombiana mostró su peor rostro: el cinismo como método, la mentira como principio, la improvisación como regla y la moderación convertida en una rareza sospechosa. No fue un año de izquierdas o derechas. Fue el año en que la irresponsabilidad se consolidó como doctrina y el delirio empezó a confundirse con liderazgo. Cuando eso ocurre, un país ya no está discutiendo su rumbo: está perdiendo el juicio.
Quiero aferrarme al optimismo para 2026 y creer que no podemos caer más bajo que esto como país. Cuatro años de Duque más cuatro años de Petro tienen que ser más que suficiente, ojalá entendamos eso. No se trata de escapar de la izquierda para simplemente volvernos a refugiar en la derecha. Se trata de redescubrir nuestro país políticamente para entender hacia dónde queremos y debemos ir.
No podemos ser —o seguir siendo— uno de esos países que describía el liberal y humanista, Daniel Cosío Villegas en sus ensayos sobre las desventuras de la libertad en América Latina: “son confusos y desordenados; caminan dando bandazos, sin saber del todo qué quieren ni adónde van; abandonan ideas y propósitos y los reemplazan por otros sin mayor justificación; arrastran durante años los problemas más apremiantes sin resolverlos plenamente; no son fuertes ni ricos, y eligen —o consienten— gobiernos vergonzosos”.