El influencer y el joker político

Nuestros talibanes políticos no son seleccionados por su capacidad argumentativa, conocimiento del Estado o de las problemáticas sociales.


Carlos Duarte
noviembre 14 de 2023
02:25 p. m.
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Una definición ortodoxa del líder político sería la de Max Weber, para este autor este personaje es aquel que tiene la capacidad de ejercer influencia sobre los demás basado en la tradición, la legalidad y el carisma. Los últimos periodos de elección representativa nos están mostrando una progresiva espectacularización de la política basada fundamentalmente en el carisma. 

El propósito del siguiente texto es reflexionar sobre el amplio espectro de la política digital que parece estar naturalizándose sin mayor atención analítica. Para tal efecto me serviré de dos tipos de líder político que proviene del linaje hipermediatizado: el influencer y el joker político.

En primer lugar, después del último periodo electoral nos encontramos con numerosos representantes, que de manera individual son capaces de arrastrar una gran cantidad de votos, sostenidos en su particular fortaleza comunicativa como influencers. Es así como tiktokers, twitteros, youtubers y demás representantes de la farándula digital parecen estar relevando la oleada anterior de deportistas que hicieron saltos en la política local con magros resultados. Al mismo tiempo, se induce la sensación -al conjunto del tejido político- que aquellos candidatos o representantes que no son buenos influencers prácticamente no existen en el debate nacional.

En segundo lugar, el ejercicio de conformar “listas cerradas”, parece estar construyendo un boquete enorme entre las calidades meritocráticas de la política representativa. El conjunto de fuerzas electorales, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político, parecen inclinadas a ceder ante la tentación de colar en sus huestes candidatos cuya principal virtud es ser “populares” en las redes sociales o, convertirse en personajes cuya función exclusiva es servir como “talibanes políticos” en la arena de un escenario crecientemente mediatizado y a merced de los bandazos cotidianos de los “golpes de opinión”. 

Nuestros talibanes políticos no son seleccionados por su capacidad argumentativa, conocimiento del Estado o de las problemáticas sociales; su característica esencial es la agresión indiscriminada al contendor político. Así las cosas, en la medida que su actividad se despliega en el descrédito del “otro”; así como en minar la confianza de la opinión pública en un conjunto de sectores sociales escogidos como targets de su propaganda, el rol de estos personajes podría ser encasillado bajo la figura del “joker” o “trickster” político.

No se trata de una dinámica negativa en sí misma. Tampoco busco alinderarme en una posición conservadora afirmando que antes todo funcionaba mejor, lo cual de ninguna manera es cierto. La colusión entre medios tradicionales y elites políticas documentan un encerramiento del privilegio difícil de ocultar. La apertura democrática basada en la revolución digital o en el desclasamiento del liderazgo político es innegable. Sin embargo, viene produciendo efectos que conviene discutir.

Aunque la capacidad de influencia del youtuber y del representante político se parecen en su superficie, son considerablemente diferentes en sus orígenes. La mediación del líder político es entre el pueblo y el poder; el joker, de otra parte, representa la prolongación del conflicto político por medios poco transparentes; mientras que el “influencer” establece una articulación entre los consumos culturales y la necesidad de reproducción del deseo.  

La preferencia del “carisma” weberiano comienza a naturalizar un tránsito simple y descuidado de las plataformas sociales en la política; así mismo, nos acostumbramos a la rapidez con la que se posicionan los debates sustentados en la desinformación digital e institucionalizada por las mismas casas periodísticas; lo cual, en últimas, logra mantener la polarización social como estado óptimo en el que “bien” y “mal” parecen enfrentados ad-infinitum. El tríptico anterior hace sentir sus efectos en la calidad del proceso selectivo de los representantes políticos; y al mismo tiempo, comienza a permear de manera contundente el debate democrático.

Un primer efecto de los fenómenos anteriormente descritos es que los candidatos a las elecciones vienen tendiendo a menospreciar los debates con sus contradictores políticos, en la medida que les parece más fácil ocultarse bajo la cómoda tribuna de sus propias plataformas sociales. 

Un segundo impacto atenta directamente contra la calidad de los debates políticos. Los influencers elegidos, en vez de aprender las reglas propias del campo político (debates, leyes, proposiciones, etc.), infiltran la política con los ordenamientos propios de las industrias culturales. Entonces terminamos debatiendo si el presidente utiliza una marca de zapatos determinada, si le gusta el caldo de costilla o el sancocho, o cuanto se gasta la casa de Nariño en comida mensualmente…

Un tercer y último efecto contamina la calidad misma del debate democrático. Los argumentos técnico-políticos en torno a la viabilidad real de los proyectos de Ley presentados ceden ante el fuego cruzado de los jokers políticos; entonces las jugaditas y los fakes pululan impunemente; mientras una parte importante del periodismo elige hacerle eco a este simulacro de la política. 

La apertura democrática se convierte entonces un encerramiento y la política cae víctima de su propio éxito mediático. ¿Qué hacer? 

De una parte, habría que evitar meter la cabeza entre el suelo como el avestruz; y, de una buena vez, reconocer la importancia de las ciudadanías digitales en los debates políticos. Por lo anterior, los líderes políticos deberían ser responsables con el manejo de sus redes sociales midiendo el alcance que sus comentarios son capaces de generar. Así las cosas, y solo a modo de ejemplo, los twitters de los funcionarios públicos deberían manejarse únicamente por medio de cuentas institucionales, deteniendo durante su labor las cuentas personales, para que de esta manera sus mensajes mantengan una oficialidad e institucionalización de la misma proporción que sus efectos. 

Por otra parte, los partidos políticos en vez de seguir el camino fácil de introducir influencers en la política; más bien, deberían ganar habilidad institucional en el manejo de las plataformas digitales, buscando elevar el nivel y la calidad del debate público.

En últimas, pero no menos importante, los ciudadanos deberíamos cuidarnos de las elecciones democráticas que hacemos, castigando en las urnas de manera severa aquellos que encuentran en la desinformación y la tergiversación su nicho predilecto de agencia; naturalmente, igual reserva deberíamos mantener respecto a los mensajes que compartimos en nuestras redes. El like de hoy puede ser la elección de mañana.

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