La moraleja de Egan
Así terminaron 1.347 días sin saber qué era un triunfo. Así terminó la incertidumbre de saber si había motivos para seguir escalando.
12:58 p. m.
Faltan apenas unos pedalazos para cruzar la meta. El callejón se va estrechando de a poco; metro a metro se hace casi imposible avanzar. El gentío se aglomera, el espacio se reduce, los gritos de emoción llenan el ambiente y parece que con las manos es posible tocar al ídolo. La última bocanada de aire apenas alcanza para hacer el esfuerzo final. Al mismo tiempo, la bendición en el pecho y, con el índice, señala al cielo.
“Misión cumplida”, dice mentalmente 'el joven maravilla' y se deja caer, rendido, en los brazos de quienes lo cobijaron en las jornadas difíciles.
Así terminaron 1.347 días sin saber qué era un triunfo. Así terminó la incertidumbre de saber si había motivos para seguir escalando. Esa tarde de domingo se cumplieron varias promesas, la más importante: nunca rendirse por duros que parezcan los tiempos.
La anterior es, a mi manera, la descripción de un regreso triunfal, pero también el resumen del final de un capítulo que comenzó tres años atrás, cuando, a 60 kilómetros por hora, el ídolo se estrelló en su bicicleta contra un bus y todos pensamos que no iba a vivir, que ni siquiera podría volver a caminar.
No solo caminó. Contra todos los pronósticos, se montó en su bici y, rompiendo todas las expectativas, volvió a competir. Y como si fuera poco, no solo compitió: ganó. Lo que suceda mañana es impredecible, pero hasta aquí, esta es la descripción de la vida de cualquier joven colombiano, como millones, que, a pesar de los pesares, venció.
Es la moraleja de Egan, la misma de esos que, contra todo pronóstico, superan lo insuperable y llegan a la meta. En nuestro país, los Egan son millones. Él mismo lo dice en la entrevista que le hizo Catherine Ibargüen en Noticias RCN. Cede el espacio de su cinematográfica carrera deportiva para dárselo a los desplazados del Catatumbo:
"Los ejemplos de cada una de esas familias son mucho más inspiradores que todo lo que nosotros hacemos”, dice el campeón, para poner en el lugar que se merece el drama de quienes padecen la ira de los violentos y el abandono estatal. Miles y miles de Egan que, desde su orilla, tratan de sobrevivir, de empezar de cero, como él lo hizo desde una cama en la que apenas podía respirar.
Como los otros Egan: los estudiantes que se resisten a perder sus estudios y, de paso, sus sueños porque no les prestan más plata para formarse.
Muchos no creyeron en la tenacidad del deportista y dieron por terminada su carrera, como muchos no creen en la voluntad inquebrantable de los trasplantados, que ven su vida diluirse por no tener medicamentos, pero que tienen tantas ganas de vivir como el ídolo, mientras otros hacen política con su salud.
De seguro, las ganas de vivir vencerán sobre las tinieblas que fabrica la ineptitud de algunos, porque este país está repleto de Egan. Y hay más ejemplos: los empresarios que no renuncian a sus objetivos, aunque los traten de "riquitos oligarcas", o los mismos deportistas que se quedaron sin cómo prepararse para los olímpicos y, aun así, no desisten, porque sus metas son más altas que la burocracia vestida de ideología que a veces quiere pasar por encima de todos.
O los periodistas, que, señalados y hostigados por denunciar la corrupción, siguen sin descanso porque saben que, sin ellos, esta democracia se derrumba. Porque seguir es lo correcto, como seguramente lo pensó Egan antes de renunciar hace seis meses, agobiado por los dolores de espalda, decepcionado por los resultados, divagando en las madrugadas en medio de caminatas eternas por las montañas que circundan la sabana de Bogotá, pensando y repensando si había que desmontarse de la bicicleta y claudicar.
Pero no lo hizo, porque, como los periodistas, los empresarios o los pacientes trasplantados, sabía que lo correcto es continuar.
Esa es la moraleja de Egan, la misma de la gran mayoría dispuesta a todo, menos a renunciar y dejarle este país a quienes lo quieren convertir en la caricatura de una revolución que no fue.
Cuando Egan cruzó la meta en Bucaramanga el pasado domingo, algunos, no muchos, dijeron, envenenados por la envidia:
“¿Pero a quién le ganó?”
Tratando de minimizar el triunfo por ser una competencia nacional. Y alguien muy sabio contestó:
“A la muerte. Egan le ganó a la muerte”.
Ahí está el poder de la moraleja de Egan. La moraleja del joven maravilla, la que nos debe inspirar en medio de tanto fango y desesperanza. La moraleja que disipa la niebla de la incertidumbre y nos demuestra que está en nuestras manos definir la ruta del futuro.
¡Gracias, Egan!